Crítica — Una quinta portuguesa: Un lugar al que llamar hogar

La vida de Fernando (Manolo Solo), un profesor de geografía de mediana edad, parece discurrir plácidamente. Al menos, hasta que su esposa Milena desaparece de repente sin decir palabra. Fernando, desconcertado y confuso, acude a la policía, que averigua que Milena ha regresado a Serbia, su país de origen. Fernando, sin saber muy bien cómo buscarla (no conoce a la familia de Milena y jamás ha estado en Serbia), llega finalmente a la conclusión de que su esposa en realidad no quiere que la encuentren. Tal vez, dada la situación, sea el momento de un cambio de vida radical también para él. ¿Por qué no? Dejar las clases un tiempo, reflexionar sobre las cosas con calma. Y es que, tras el abandono de su mujer, pocos motivos le quedan para seguir en Madrid. La mejor opción parece ser, sin duda, un viaje.

Alojado en un hotel en Portugal, disfrutando de la tranquilidad que ofrece viajar en temporada baja, Fernando conocerá a Manuel, un alegre jardinero con el que inmediatamente trabará amistad. Manuel, ilusionado, hablará a Fernando de sus planes de futuro, de su nuevo empleo cuidando los jardines y el huerto de una hermosa quinta portuguesa. Pero los planes de Manuel se verán truncados por su repentina e inesperada muerte. Fernando, que es quien encontrará el cadáver de Manuel, decidirá en un arranque de valentía suplir su identidad y convertirse en el nuevo jardinero de la quinta de Amalia (Maria de Medeiros). Allí, en compañía de Amalia y Rita, el ama de llaves (Rita Cabaço), Fernando – el profesor, ahora Manuel, el jardinero– encontrará un nuevo hogar.