FILMORRETRATOS

Agnès Varda — La espigadora de la Nouvelle Vague

A partir del 18 de julio y hasta el 8 de diciembre, podremos ver en el CCCB la exposición 'Agnès Varda. Fotografiar, filmar, reciclar', una ampliación de la muestra producida en 2023 por la Cinémathèque française de París que recorre la vida y obra de la cineasta belga. La exposición estará acompañada por un ciclo en la Filmoteca de Catalunya donde se proyectarán todos sus largometrajes.

Marla Jacarilla

Si hiciéramos una encuesta para preguntar a la gente cuáles considera que son los nombres más representativos de la llamada nouvelle vague, la mayoría citaría a Jean-Luc Godard, François Truffaut, Alain Resnais, Claude Chabrol o Louis Malle. Sin embargo, antes de que estos estrenaran Al final de la escapada (1960), Los cuatrocientos golpes (1959), Hiroshima mon amour (1959), El bello Sergio (1958) o Ascensor para el cadalso (1958), una joven Agnès Varda había dirigido ya La Pointe Courte (1955), rara avis en el panorama cinematográfico francés de los años 50 que, aunque en aquel momento sólo se proyectó durante un par de semanas en un pequeño cine de París, acabaría posteriormente influenciando a muchos de los directores más vanguardistas de la época.

«Sí, eran unos cinéfilos mientras que yo no lo era para nada. Antes de dirigir películas, muchos de ellos escribían en Cahiers du cinéma. Antes de terminar La pointe Courte los conocí vagamente durante una noche en casa de Resnais, que estaba haciendo el montaje de mi película. Habían solicitado un encuentro con Resnais para pedirle no sé qué. Ahí estaban Chabrol, Truffaut, Rohmer, Doniol-Valcroze y Godard hablando animadamente de mil películas. Yo no podía seguir la conversación y me sentí pequeña e ignorante. Sin embargo, yo ya había hecho una película. ¿Por qué? No lo sé.»1

Podríamos decir que hay en la ópera prima de Varda influencias del neorrealismo italiano y de Roberto Rossellini. Podríamos hacerlo, sí, pero estaríamos mintiendo. Y no porque algunas de sus secuencias no nos puedan remitir de algún modo a dicha corriente o a dicho cineasta, sino porque, por aquella época, la joven Varda –que tenía tan solo 28 años– apenas había visto cine y tampoco había ido a una escuela de cine. Y a pesar de ello (o tal vez gracias a ello), se atrevió a dirigir esta primera película, influenciada a nivel formal, esta vez sí, por la estructura de Las palmeras salvajes de William Faulkner (1939), novela que intercala dos historias que van transcurriendo de modo paralelo. Como Faulkner, Varda utilizará este recurso para narrar, con hermosísimos planos en blanco y negro, la historia de una relación de pareja, por un lado, y la de una humilde comunidad francesa de pescadores por otro. Remarcando el contraste entre la intencional teatralidad de la primera historia y el naturalismo de la segunda. Hibridando, como sólo ella sabía hacer, el documental con la ficción, la historia guionizada con la vida que transcurre, de un modo orgánico, intuitivo y tremendamente personal. Empezando ya a conformar ese sello inconfundible que marcaría su carrera.

Lejos de la frialdad intelectual y crítica con la sociedad burguesa que ejercían algunos de sus coetáneos, Varda apostó por un cálido humanismo que retrataba con cercanía a la gente corriente. Innovadora, crítica, reivindicativa y feminista son sólo algunos de los adjetivos que se podrían aplicar a su obra. A lo largo de más de 60 años, Varda logró desarrollar una de las filmografías más coherentes de la historia del cine. Porque, aunque tenga películas muy distintas entre ellas, podemos encontrar ecos, intereses e influencias que reverberan y se repiten a lo largo del tiempo. Como, por ejemplo, ese genuino interés por mostrar la vida de la gente corriente que le llevó a dirigir L’ópera-moufe en 1958, Daguerréotypes en 1975, Mur Murs en 1981 y Caras y Lugares en 2017, pero, sobre todo, el que sería uno de sus films más conocidos y apreciados por crítica y público: Los espigadores y la espigadora, en el año 2000. Pero Varda no siempre tuvo el beneplácito de la crítica, la programación y el público. Su obra tardó incluso décadas, sobre todo en Estados Unidos, en obtener el valor que realmente se merecía. Los espigadores y la espigadora, un mosaico sobre un grupo de personas que viven de la recogida y el reciclaje de lo que la sociedad considera prescindible, fue un punto de inflexión en su trayectoria. Este film reavivó una carrera artística entonces bastante infravalorada.

«Nunca he filmado a la burguesía, aunque fuese para condenarla, como, por ejemplo, sí lo hizo Chabrol en films formidables. Pero a mí la burguesía m’emmerde, no me interesa. Jamás he filmado a los ricos, a gente en sus chateaux, ni historias de herencias ni historias de abogados.»2

En estas palabras de Varda encontramos probablemente su mayor motivación para hacer cine. No sólo sus films con acento marcadamente documental, sino también aquellas ficciones (Documenteur, 1981 y Sin techo ni ley, 1985) que se acercan a esa gente tan corriente como extraordinaria que tanto le interesa. No en vano, Varda empezó su film Las playas de Agnès (2008) con la siguiente declaración de intenciones: «Represento el papel de una ancianita gordita y habladora que cuenta su vida. Y sin embargo son los otros quienes me interesan y a quienes quiero filmar».

LEJOS DE LA FRIALDAD INTELECTUAL Y CRÍTICA CON LA SOCIEDAD BURGUESA QUE EJERCÍAN ALGUNOS DE SUS COETÁNEOS, VARDA APOSTÓ POR UN CÁLIDO HUMANISMO QUE RETRATABA CON CERCANÍA A LA GENTE CORRIENTE.

Pero regresemos a los inicios de su carrera, a principios de los años sesenta. Concretamente, al momento en que dirigiría uno de sus films más significativos: Cleo de 5 a 7 (1962).  Georges de Beauregard, que por aquel entonces había producido películas como Al final de la escapada de Jean-Luc Godard o Lola de Jacques Demy (1961), preguntó al joven Demy qué otros directores podrían hacer películas innovadoras y, sobre todo, baratas. Y Demy le dio el nombre de Varda, que en Cleo de 5 a 7 reflexionó sobre uno de los miedos colectivos que más marcó a aquella generación: el cáncer. Pero, lejos de realizar un drama al uso, en su segundo largometraje Varda nos ofrece el retrato psicológico de un personaje nada convencional a la vez que experimenta con el tiempo, contraponiendo el tiempo subjetivo (esa eternidad que ve pasar la protagonista mientras espera los resultados de unas pruebas médicas) al tiempo objetivo (esa hora y media que en realidad transcurre durante la historia). 

Este afán de experimentación que ya aparecía en sus dos primeros films se convertiría también en una constante. Presente, por ejemplo, en el argumento de Las criaturas (1966), incomprendido film del que ella, personalmente, no se sentía nada orgullosa y que, a pesar de contar con Michel Piccoli y Catherine Deneuve como protagonistas, fue un fracaso en taquilla. Presente también en esos travellings discontinuos que definen la estructura de Sin techo ni ley, en la que una insuperable Sandrine Bonnaire interpreta a una vagabunda maleducada y misteriosa cuya muerte intentaremos comprender mediante una serie de flashbacks. Presente en Lions, love (1969), particular visión de la sociedad estadounidense de la época en la que dejó a sus tres protagonistas improvisar a partir de ciertas pautas mínimas. Se trata de un retrato lisérgico y libérrimo del cine underground de los años 60, de Los Angeles, del movimiento hippy y del hedonismo. Un afán de experimentación que convierte la filmografía de Varda en una suerte de recorrido situacionista plagado de guiños a la historia del arte (¿Es casual que Silvia Monfort, protagonista de La Pointe Courte, nos recuerde tanto a las mujeres que aparecían en las obras de Piero della Francesca?), de reflexiones sobre el lenguaje («en francés, ‘cuerpo’ se escribe C-O-R-P-S, casi como ‘corpse’ en inglés») y de inesperadas casualidades (ese viento que agita el cuadro que sale finalmente a la luz en Los espigadores y la espigadora) que dan a su obra un carácter inevitablemente lúdico y cercano. Porque Varda sabía que hay que dejar que la vida se cuele entre las líneas del guion para que así lo que se muestra sea mucho más auténtico. Porque era capaz de conseguir ese perfecto y delicado equilibrio entre el respeto por el guion y la libertad de la improvisación. Porque, para Varda, el cine era un juego, pero el juego, como decía Julio Cortázar, es en el fondo una cosa muy seria.  

Aunque, si hay una característica del cine de Varda que no podemos obviar, es que se trata de un cine no únicamente humanista, sino innegablemente feminista. Y no tan solo por su interés en mostrar a mujeres que no han pasado por el filtro de la idealización heteropatriarcal (Documenteur, Sin techo ni ley, Kung-Fu Master [1988]), sino porque fue una luchadora incansable por los derechos de las mujeres, ya fuese yendo a manifestaciones, firmando el polémico manifiesto a favor de la legalización del aborto que sacudió la todavía conservadora Francia de los años 70 o dirigiendo películas combativas como el cortometraje Réponse de femmes: Notre corps, notre sexe (1971), su famoso film Una canta y la otra no (1977), o la perturbadora La Felicidad (1965), definida por la propia Varda como «un hermoso melocotón con un gusano dentro».

Otro de los aspectos que marcó innegablemente su carrera fue, sin duda, su relación con Jacques Demy, con el que estuvo casada durante casi treinta años. A él le dedicó Jacquot de Nantes (1991), basada en la historia del propio Demy y sus inicios en el mundo del cine. La película, que recrea la infancia y adolescencia del director mostrándolo también al final de su vida, frágil y enfermo (Demy murió a causa del sida en 1990), es, sin duda, una de las cartas de amor más hermosas que se puedan filmar. Su rodaje terminó diez días antes de la muerte de Demy. Más adelante, Varda seguiría evocando su presencia en obras como Les demoiselles ont eu 25 ans (1993), El universo de Jacques Demy (1995), Agnès V raconte l’aventure triste et gaie du film Jacquot de Nantes (2008) o, de un modo más indirecto, en el particular homenaje de Varda al centenario del cine, Las cien y una noches. Film plagado de estrellas del cine francés y guiños metacinematográficos que, lamentablemente, acabó resultando otro fracaso en taquilla. 

Y si el espíritu del que fue su marido durante casi treinta años está presente en parte de su obra, todavía es más destacable la presencia, de un modo u otro, de la propia Varda y su cotidianidad más cercana. La presencia de su imagen, sus reflexiones, sus dos hijos (Rosalie y Mathieu, que aparecen en muchos de sus films), la casa en el número 88 de la Rue Daguerre donde vivió más de medio siglo, su barrio (retratado en Daguerrotipos en 1975 o en Rue Daguerre en 2005), su obsesión por las playas y los espejos, su gata Zgougou, (cuya tumba formó incluso parte de una instalación artística) o la habitual voz en off de la propia Varda, que ya apareció en cortometrajes como Ulysse (1982) o Les dites cariátides (1984), pero también en films de ficción como Documenteur o documentales como Mur Murs, Los espigadores y la espigadora, Las playas de Agnès o Caras y Lugares.    

Pero si hay una faceta de Varda que la mayoría de gente desconoce es la que desarrolló, no sólo como fotógrafa durante su juventud, sino también mostrando videoinstalaciones en galerías y museos durante los últimos años de su vida; algo que le permitió exponer en la Bienal de Venecia de 2003, en el MoMA de Nueva York o en el Centro Georges Pompidou de París. 

Una carrera, en definitiva, plagada de reconocimientos (un León de Oro en el Festival de Venecia de 1985, un premio César en 2009, una Palma de Oro Honorífica en el Festival de Cannes de 2015, un óscar honorífico en 2017, el Leopardo de Honor del Festival de Locarno en 2014 o el premio Donostia por la extraordinaria aportación al mundo del cine en el Festival de San Sebastián), pero también de dificultades. Dificultades para salir adelante en un contexto conformado mayoritariamente por hombres, para conseguir financiación con la que realizar sus films, para luchar contra la enfermedad durante los últimos años… De adolescente, Arlette Varda (el nombre que sus padres le pusieron), quería marcharse con el circo. Al final no lo hizo, pero sí que hizo muchas otras cosas. Estudió Historia del Arte en la École du Louvre, fue fotógrafa oficial del Teatro Nacional Popular, documentó las manifestaciones de los Panteras Negras haciéndose pasar por reportera de la televisión francesa, viajó hasta lugares como Cuba o China, logró que Jean-Luc Godard se quitara sus gafas de sol en uno de sus primeros cortometrajes (Les fiancés du pont Mac Donald (Méfiez-vous des lunettes noires), 1961), estuvo a punto de hacer una película para Columbia Pictures, se disfrazó de patata en la Bienal de Venecia e investigó sobre sus orígenes griegos en películas como Oncle Yanco (1967) o Nausicaa (1971). Una vida tan ajetreada como repleta de films memorables que hemos tardado demasiado tiempo en empezar a reivindicar.

1 Merino, Imma, (2019) Agnès Varda, espigadora de realidades y de ensueños, pág. 148. Ed: Patronato municipal de cultura de San Sebastián

2 Merino, Imma, (2019) Agnès Varda, espigadora de realidades y de ensueños, pág. 154. Ed: Patronato municipal de cultura de San Sebastián

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