FESTIVALES

Berlinale 2024 — Mujeres fantásticas y dónde encontrarlas

La 74 edición de la Berlinale se recordará, entre otras cosas, por ser la primera vez que una cineasta de origen africano, la francosenegalesa Mati Diop, se llevó el Oso de Oro a casa. Ya hablamos de Dahomey, la flamante ganadora de la presente edición, en la primera crónica del festival, pero partimos de ella para trazar un escueto recorrido por dos filmes internacionales y dos nacionales presentados en el festival que, de un modo más o menos evidente, presentan conexiones con las narrativas o tonalidades vinculadas al fantástico.

María Adell Carmona

No se puede afirmar que la Berlinale sea un festival abiertamente afín al fantástico y, sin embargo, en la presente edición, algunas de sus películas a competición flirtearon, en mayor (A Different Man, The Devil’s Bath) o menor (Dahomey) medida, con algunas de las características o tonalidades del género. En una crónica anterior, ya se abordó el tono sobrenatural que impregnaba algunos pasajes de Dahomey, el escueto documental de Mati Diop que ganó el Oso de Oro y en el que la autora parecía invocar ―¿o tal vez exorcizar?― los fantasmas del colonialismo permitiendo que una de las estatuas africanas que regresa a su hogar en Benín tras cien años de cautiverio francés se exprese con su propia voz; una voz gutural, de ultratumba, que parece proceder de un lejano y simbólico más allá, de un lugar y tiempo remotos, previos al expolio colonial. 

En la impactante y excelente The Devil’s Bath, Veronika Franz (esposa de Ulrich Seidl, también productor de la película) y Severin Fiala parten, como Diop, de la realidad, para construir una impecable y estilizada pieza de época atravesada por las negruras del cine de terror. Los directores de Goodnight Mommy parten de documentos históricos y crónicas reales registradas en la Austria del s. XVIII para llevar a cabo el meticuloso y asfixiante retrato de un personaje femenino sumido en una depresión paralizante, que acaba resquebrajando su delicada salud mental. La artista y música experimental austríaca Anja Plaschg encarna, con una desesperación arrebatadora, a Agnes, una joven ingenua vinculada a los ritmos y ciclos de la naturaleza la primera vez que la vemos está sentada en el bosque, jugueteando con una mariposa que, al casarse, debe mudarse al hogar de su recién estrenado marido y su muy entrometida suegra. Los primeros días de Agnes en el hogar  una cabaña solitaria en mitad del bosque  que comparte con su distante marido, que no parece tener ningún interés en su joven esposa, aproximan a The Devil’s Bath al relato gótico, a aquellas ficciones protagonizadas por jóvenes inocentes que entran en el territorio amenazante de alguna masculinidad tenebrosa. Franz y Fiala pronto ponen, sin embargo, toda la carne en el asador  el filme abre, de hecho, con una imagen de impacto, que bordea el límite de lo representable, y los laberintos psicológicos de la ficción gótica se transforman en un descenso al horror que es tan mental como carnal, tan abstracto como físico y que va aproximando el filme al más explícito body horror. Los cineastas diseccionan, con la pericia y meticulosidad de una pareja de cirujanos, la caída de Agnes por la pendiente de la depresión, pero también la absoluta incomprensión de un entorno (su marido, su suegra, sus vecinas) que la creen víctima de una suerte de posesión diabólica. El director de fotografía del filme, Martin Gschlacht, ganó el Oso de Plata por su extraordinaria contribución artística, un premio irrefutable  la excelente fotografía dota a la película de una cualidad a medio camino entre lo sobrenatural y lo pictórico, pero que a la vez se antoja escaso para esta negrísima inversión del mito de Juana de Arco que consigue arrojar luz sobre una parte habitualmente invisibilizada de la historia social, aquella que aborda la vida cotidiana de las mujeres, así como sus desvelos, sus aflicciones y las diversas violencias a las que eran sometidas… o que ellas mismas podían llegar a infligir.  

La sección Panorama acogió una propuesta insólita, la de la cineasta no-binaria Jane Schoenbrun, que presentó su esperadísima segunda película, I Saw the TV Glow. La ópera prima de Schoenbrun, We’re All Going to the World’s Fair (disponible en Filmin), era una diminuta joya de terror de culto de bajísimo presupuesto que bebía de la estética y de las narrativas de las creepypastas (las leyendas urbanas de terror que nacen y se propagan por Internet) y que estaba protagonizada por una adolescente solitaria que, encerrada en su habitación, se dejaba embrujar por el hipnótico brillo azulado que procedía de la pantalla de un ordenador permanentemente conectado a la red. I Saw the TV Glow comparte con el anterior filme de Schoenbrun un idéntico motivo visual: el de un rostro adolescente galvanizado ante una pantalla, bañado por las luces fluorescentes, de intensos colores, que proceden de su interior. En esta ocasión, sin embargo, nos situamos en la Norteamérica suburbial de la década de los 90, y el aparato electrónico alrededor del cual los dos jóvenes protagonistas se arremolinan no es un ordenador, sino una televisión. En I Saw the TV Glow, dos adolescentes solitarios, Owen (Justice Smith) y Maddy (Brigette Lundy-Paine, conmovedora), tejen una pasión común y secreta alrededor de The Pink Opaque, una serie de televisión juvenil protagonizada por dos amigas de instituto con poderes telequinéticos que deben salvar al mundo del supervillano Míster Melancholy y de sus terribles monstruos, y que está basada, muy directamente, en una de las series favoritas de la adolescencia de Schoenbrun: la icónica Buffy Cazavampiros. Como We’re All Going…, I Saw the TV Glow es una película que apuesta por la hibridación genérica y por el mestizaje formal, abriendo la obra fílmica a la desprejuiciada influencia de todo tipo de géneros y formatos audiovisuales; así, el filme es tanto un oscuro drama juvenil del subgénero coming-of-age, como una obra cercana al cine de terror y al fantástico, así como a las películas de instituto de los 80 y 90. Esta persistente voluntad de indefinición, esta consistente apuesta por la hibridación encaja como un guante en un filme que aborda, en clave ficcional, las complejas emociones que acompañan todo proceso de transición de género, un proceso que Schoenbrun estaba viviendo mientras preparaba la película. En un momento del filme, Maddy le confiesa a Owen que, para ella, The Pink Opaque es “más real que la propia realidad”, para proponer, más tarde, una posibilidad que parece pura fantasía, pero que tal vez no lo sea: ¿Y si sus grises vidas fueran mentira? ¿Y si sus existencias auténticas estuvieran más allá de la pantalla, en ese mundo “más real que la propia realidad” que es The Pink Opaque? Es difícil encontrar un filme contemporáneo que aborde esa sensación indefinible de no ser quien quieres ser, de que tu vida entera es una mentira, con mayor imaginación, emoción y honestidad que I Saw the TV Glow; y que a la vez muestre esa voluntad irreductible de transicionar, de pasar al otro lado de la pantalla para convertirte, finalmente, en aquello que siempre has deseado: una heroína con superpoderes capaz de salvar al mundo de los monstruos que lo acechan. 

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