D’A 2024 — También brillan las directoras en las secciones paralelas del festival
Terminada la 14 edición del D’A Festival de Cinema de Barcelona, recogemos en esta segunda crónica los títulos más interesantes del festival, con una especial atención a los cortometrajes y dos secciones un tanto marginales, pero siempre llenas de sorpresas. Un impulso colectivo y Simfonies de ciutat.
Nuevas miradas y nuevas obras de autoras establecidas
La sección Talents del D’A es uno de los espacios del festival más proclives al descubrimiento de nuevas cineastas. Es el caso de la francesa Anaïs Tellenne,con su evocadora ópera prima L’homme d’argile, un intimista cuento de hadas con ecos de La bella y la bestia. La “bestia” en este caso es Raphaël Thiérry (visto en Scarlet, de Pietro Marcello, entre otras), que encarna de forma conmovedora a Raphael, el solitario jardinero de una suntuosa mansión que está casi siempre vacía. La “bella” es la estrella del cine francés Emmanuelle Devos, heredera de la mansión y artista de renombre que llega, de improviso, para pasar unos días de descanso y trastocar la vida de Raphael. Tellenne construye una atmósfera de cuento de hadas —la mansión parece un castillo encantado, Devos una princesa vestida siempre de azul, encerrada en el castillo, y Thiérry, con su físico inusual, una suerte de ogro de buen corazón— para reflexionar, tal vez de un modo algo limitada, sobre la relación, siempre conflictiva, entre la artista y la persona que le sirve de inspiración. La película se desliza, por tanto, hacia el territorio transitado por Rivette en La bella mentirosa o por Sciamma en Retrato de una mujer en llamas, obras que, aunque muy distintas entre sí, indagaban con mayor profundidad en las complejas relaciones de dependencia, dominio y poder que implica toda relación entre el que mira y el que es mirado. Pese a esto, hay algo fascinante en el encuentro entre Thiérry y Devos, dos actores y dos cuerpos antitéticos —el primero, caracterizado por una fisicidad brutal, casi animal; la segunda, por una sofisticación que procede, en gran parte de su carisma estelar— que, cuando están juntos, funcionan a la perfección, convirtiendo las numerosas escenas que comparten en un prodigio de química actoral.
La sección Radar trajo al festival algunas de las obras más innovadoras del panorama del cine de autor contemporáneo. En su programación destacó la poderosa Animal, segundo largometraje de la cineasta griega Sophia Exarchou (Park). Este viaje inmersivo al corazón de las tinieblas, o, lo que es lo mismo, a esa pesadilla que es el día a día de una animadora (Dimitra Vlagopoulou, premiada en Locarno) de un complejo hotelero en una isla griega turística y masificada, constituye una experiencia física que te deja sin aliento. Con sus fiestas organizadas en macrodiscotecas, sus actuaciones para entretener a turistas ociosos y su desfile de coloridos cócteles adornados con sombrillitas que se beben al borde de una piscina, Animal retrata de forma impactante un sistema de ocio capitalista, una fábrica de diversión en cadena, que conduce a la más absoluta deshumanización. La crítica política de la película está construida a partir de la caída en picado de la protagonista, Kalia, bailarina veterana del hotel más importante de la isla que empezará a plantearse su forma de vida a partir de dos acontecimientos: la llegada de una bailarina más joven, una adolescente a la deriva que parece una versión juvenil de sí misma, y una supurante herida en la pierna que no acaba de cerrarse. Vlagopoulou, descomunal, inyecta a este animal herido que es Kalia de una fisicidad repleta de inquietud y de desasosiego, de un movimiento incesante que la asemeja a una bestia salvaje encerrada en una jaula. Hay muchas ideas en esta película agotadora —¿tal vez demasiado larga? —, pero, a la postre, absolutamente satisfactoria, y una de las más fascinantes es la de unas vidas —las de Kalia y sus amigos, los otros animadores, que forman una suerte de excéntrica familia subrogada— vividas a través de la ficción del espectáculo, del artificio de la performance. Puede que la vida de Kalia sea un desastre, pero cuando sube al escenario y se enfunda su traje de lentejuelas, o se coloca sus extensiones de pelo, su mundo, y ella misma, se transforman. Animal es, por tanto, una película sobre una existencia vivida a través de un espejismo constante, y sobre lo que pasa —ese desolador momento al final del filme en el que Kalia canta en un karaoke Yes Sir, I Can Boogie, de Baccara— cuando dicho espejismo, dicha ilusión, se quiebra.
Dejamos para el final de este apartado dos propuestas nacionales presentes fuera de competición: Mamífera, de Liliana Torres, que se proyectó en una sesión especial, y Nina, segundo largometraje de Andrea Jaurrieta, que fue el filme de clausura del D’A 2024. Liliana Torres, cineasta catalana conocida por sus experimentos con la autoficción —Family Tour, ¿Qué hicimos mal?—, se pasa en Mamífera a una ficción más tradicional, aunque no es difícil rastrear ecos de la propia cineasta en su protagonista, Lola (Maria Rodríguez Soto, que ganó el premio a la mejor actriz en el festival norteamericano SXSW). Con un tono naturalista y un inusual sentido del humor, Mamífera tiene el valor de plantear una cuestión escasamente abordada por la ficción audiovisual nacional: qué sucede cuando una mujer decide, activamente, y por voluntad propia, no ser madre. Hay algo realmente punzante en la película de Liliana Torres, una idea que atraviesa el filme y que está fuertemente conectada con el mundo en el que vivimos: el del continuo conflicto de las mujeres con nuestros propios cuerpos, con la posibilidad, o la imposibilidad, de convertirnos en cuerpos reproductivos. Así, Mamífera está repleta de madres que, tal vez, se arrepienten de haberlo sido, de madres felices pero superadas, de mujeres que quieren ser madres, pero que deben recurrir —como tantas otras, y como es cada vez más frecuente y, por suerte, mucho menos tabú— a técnicas de reproducción asistida y a mujeres que, como Lola, no quieren ser madres, pero a las que sus cuerpos les juegan una mala pasada. Torres pone en el centro una subjetividad femenina compleja, a la vez amorosa y antipática, al mismo tiempo segura de sí misma, pero acosada por las dudas, una mujer real a la que da cuerpo, voz y alma una actriz de una naturalidad tan desarmante como es María Rodríguez Soto. Tal vez la resolución del conflicto con su pareja, Bruno (el ubicuo Enric Auquer), es demasiado precipitada, y, tal vez, hubiera sido interesante una mayor confrontación entre puntos de vista distintos sobre la maternidad, pero hay pocos peros que poner a un filme valiente, que aborda sin aspavientos ni discursos grandilocuentes temas importantes que afectan a las mujeres hoy en día.
Frente al naturalismo y tono intimista de Mamífera, Andrea Jaurrieta clausuró el D’A con Nina, un melodrama criminal torrencial, construido a partir de labios rojos como la sangre, escopetas y una Patricia López Arnaiz convertida en una suerte de ángel de venganza con el aspecto cool y perdonavidas de la Patti Smith de los setenta. Hay que celebrar la existencia de una película como Nina, un filme de género dirigido por una cineasta española, de puesta en escena vigorosa (el montaje es de Miguel A. Trudu, editor de, entre otras, As bestas) y voluntad comercial. López Arnaiz encarna, con una combinación abrumadora de fortaleza y fragilidad, a Nina, una misteriosa mujer y actriz fracasada que vuelve a su pueblo natal, en la costa vasca, con un objetivo claro: vengarse del poderoso escritor (Darío Grandinetti, en una actuación que hiela la sangre) que abusó de ella cuando era una adolescente. Jaurrieta combina géneros —western, melodrama, thriller— y referentes clásicos —de Hitchcock a Almodóvar, de Johnny Guitar de Nicholas Ray, a Gloria de Cassavetes— para construir un filme adictivo, trepidante, que destaca, además de por su excelente elenco, por una utilización absolutamente arrolladora del montaje y de la música. Zeltia Montes, compositora de la película y ganadora del Goya por El buen patrón, parece partir de las composiciones de Bernard Herrmann para los filmes de Hitchcock para, desde ahí, construir todo un universo sonoro y melódico propio y absolutamente original, que propulsa esta historia de venganza servida como un plato muy frío.