ENTREVISTAS

Macu Machín — «Me interesaba trabajar la mirada de las mujeres mayores y de campo»

En el marco de la presentación de su ópera prima, La hojarasca, en el D'A Film Festival de Barcelona, la cineasta nos habla de cine canario, de reencontrar las raíces a través de las películas, de filmar a la propia familia y de buscar la espontaneidad en un dispositivo de ficción a partir de su película. 

Eulàlia Iglesias

En su primer largometraje, Macu Machín pone el cine al servicio del reencuentro con sus propias raíces en la isla canaria de La Palma, a través de los complejos vínculos entre su madre y sus dos tías. Estrenada mundialmente en la sección Forum del pasado Festival de Berlín, La hojarasca sigue el regreso de las hermanas Elsa y Maura a la casa familiar, donde sólo queda Carmen al cuidado de las tierras, para resolver el conflicto perenne en torno a la herencia del terreno. 

Machín involucró a su propia madre y a sus dos tías en esta película de texturas telúricas acerca de los legados familiares inciertos, la conexión con los ciclos naturales y las leyendas que conforman nuestra historia personal y cultural. La erupción real del volcán en La Palma en 2021 brindó un oportuno contexto real a un film atento a los pálpitos de una isla, que nos sumerge en un peculiar universo femenino.  

¿Cómo se te ocurre esta idea de reencuentro entre tu madre y tus tías a través del cine?

Viví 20 años fuera de las Islas Canarias, muy lejos de mi familia, a más de 10.000 kilómetros de distancia, en Argentina, justamente donde surge el proyecto.

Argentina es un país donde pesa mucho la memoria, las raíces. Todo el mundo te pregunta de dónde eres y sobre tus orígenes. Mi familia es toda de Puntagorda, en la isla de La Palma, y nadie ha salido nunca de ahí. Y así es como empiezas a pensar qué es el hogar, qué es la familia, cuáles son tus raíces, qué heredamos. Haciéndome esas preguntas, me entraron muchas ganas de regresar y de filmar a mi familia. 

Y a lo largo de estos 20 años, ¿cómo evoluciona el proyecto?

Pues en estos 20 años, no sé ni cuántas versiones de guion escribo. Por ejemplo, en un momento fue una videoinstalación multicanal inspirada en las de Chantal Akerman que recuerdo haberla visto en Buenos Aires en aquella época. Y ha sido muy bonito volverme a reencontrar con Akerman ahora, con esta exposición Encarar la imagen en la Virreina de Barcelona (ya finalizada), porque es como ir cerrando un círculo. Escribí muchas versiones, de manera más experimental, de manera autorreferencial, de manera ensayística. Las últimas versiones eran un mix entre la ficción y lo documental, pero con mucha más presencia de la ficción, con partes entre el pasado y el presente. Ni tan siquiera tenía claro si al final yo iba a salir en la película o no, porque de hecho iba microfonada durante el rodaje. Pero, cuando explotó el volcán, lo tuve muy claro. Son ellas, son ellas y su volcán. Yo no tengo nada que decir. Me quedo calladita detrás de la cámara. Porque, cuando trabajas de manera documental, más vale que rompas el guion. Si quieres defender una tesis, escribes un libro, no te metes en este berenjenal. Al final, lo más alucinante de todo es que los textos que están en prensa son mis notas de dirección del año 2018. Y pienso: “Guau, todavía se sostiene esto”, con todo el viaje que ha tenido la película.

Por tanto, buena parte del resultado final surge en el proceso de rodaje.

Al final, todo eso que yo quería contar de una manera más compleja, a lo mejor más intelectualizada, más cinéfila, surge de una manera más orgánica y sutil, a través de los cuerpos de las protagonistas. Es lo que una también desea, que las lecturas surjan de algo tangible.

La película parte de un conflicto dramático como es el reparto de una herencia. Y tiene este poso casi propio de una obra de Federico García Lorca, con este universo de mujeres encerradas en ellas mismas. 

Yo tenía como referencia la novela rusa, las obras de Pérez Galdós. No había pensado en Lorca… Pero, claro que sí, La casa de Bernarda Alba. Son historias de mujeres poderosas, encerradas, de territorio rural. Además, Lorca también lleva a cabo este ejercicio de poner en foco algo que está fuera de campo, que es algo que a mí también me apetecía. Trabajar desde un lugar que siempre ha estado fuera de campo en los relatos hegemónicos, con la mirada de las mujeres mayores, de campo, y de mujeres con otras capacidades. Me apetecía mucho retratar a Maura, que es la persona más inteligente y sensible de la familia, la que entendía perfectamente de qué iba la película, sin necesidad de racionalizarlo ni ponerlo en palabras.

¿Cómo implicas a tu madre y a tus tías en este sentido? ¿Cuánto hay de preparación y hasta qué punto acaba surgiendo una espontaneidad desde un dispositivo que no es espontáneo?

Yo tenía mis miedos, porque primero fui en el año 2018, yo solita con mi cámara y con mi grabadora. Fui a ver qué se hace en el campo en cada momento, a seguir los ciclos de la naturaleza, de la tierra, para tomar notas y grabar conversaciones para el guion. Y me decía: “Guau, esto es muy fácil si estoy yo sola con ellas. Pero voy a tener que introducir un equipo”. Y eso me producía mucho estrés, la verdad. Pero el primer día de rodaje, que fue además como una prueba de fuego porque se hizo con un equipo de más de 10 personas metidas en la cocina de mi tía, me di cuenta de que ellas en seguida incorporaron al equipo como parte de la familia. Para mí ese fue el quid de la cuestión. Ni ensayos ni nada. Le dije a mi equipo: “Ustedes tienen que venir arriba a casa, y tomarse unos vinos y comer queso en la cocina de mi tía”. Estamos ahí, pasamos tiempo, y de esa manera surge la confianza, la complicidad. Vemos cómo entra la luz, cómo se mueven en el lugar. Muchas veces no se quiere ensayar para que sea espontáneo. Pero en mi caso, lo que no quería era que mi madre y mis tías sintieran que la película dependía de ellas, para que así estuviesen frescas y naturales. Entonces, cada día, cuando empezábamos a rodar, yo les iba lanzando frases que había escrito en mi guion, frases que les había escuchado, las repetía yo mientras tomábamos el desayuno. Y luego, cuando nos poníamos a grabar, todo eso iba apareciendo solo, a partir de ir repitiéndolo. Cada plano tiene 20 tomas por lo menos, pero así iba surgiendo la verdad, lo espontáneo, lo natural. Surgía de ese dispositivo que parecía de ficción, pero que estaba ahí para que emergiera todo lo que estaba dentro de ellas, sus emociones, su risa, su enfado.

Las protagonistas aparecen plenamente integradas en su entorno. Y de hecho en la película apenas hay planos generales, de situación. Resulta muy interesante que en un film sobre el conflicto en torno a las lindes de un territorio no queden claro los límites del espacio. 

Desde el principio, la idea con el director de fotografía, José Ángel Alayón, era evitar esos planos de situación y quedarnos con los cuerpos, quedarnos con ellas. Para mí había una parte de posicionamiento ético, de mirada, de decir: “Aquí estamos nosotros también, estamos juntas haciendo la película”. Por un lado, estaba la voluntad de encontrar esa mirada horizontal, de estar todos al mismo nivel. No se trataba de que los personajes quedasen integrados en el paisaje, sino en su misma escala. Y luego están estos momentos más generales, en que se fusionan con el todo, con el ciclo de la naturaleza, aquí reside el secreto de la relación entre ellas. Pero me gustaba sobre todo trabajar el fuera de campo, descubrir el territorio de una manera muy intuitiva, sin entender muy bien dónde están las cosas, a través de sus propios cuerpos. Para mí eran importantes sus pieles, sus grietas, que eran iguales a las grietas de los árboles, a las hojas secas, a la tierra. Para mí era importante sentir que no hay fronteras entre sus cuerpos y los árboles secos, la tierra y el volcán.

«CREO QUE EL NUEVO CINE CANARIO COMPARTE ESTE GESTO POLÍTICO QUE TIENE QUE VER CON HACER CINE DESDE LA PERIFERIA Y SOBRE LO PERIFÉRICO. ESTAMOS CADA CINEASTA A SU MANERA DESCOLONIZANDO UN TIPO DE MIRADA SOBRE NUESTRO PROPIO TERRITORIO.»

A nivel cromático, la película rehúye claramente el pintoresquismo. Utilizas una paleta muy cubista, con esos colores grisáceos y marrones. 

Para mí era paleta de otoño. La tierra allí es muy roja. Y como la idea era que son tres personajes que llevan encerradas décadas intentando resolver ese asunto, entonces las tierras se mantienen en un limbo, se van secando, van recuperando su propio espacio. Quería jugar con esos colores de la hoja seca, de la rama seca, de los árboles secos. Y tenía en la cabeza referencias más pictóricas que cinematográficas, sobre todo el barroco y la pintura de Goya.

La erupción real del volcán en La Palma fue de lo más oportuna. 

Totalmente, porque la naturaleza ya tenía presencia en la película, como un cuarto protagonista, como ese protagonista silencioso que es testigo de las vidas de unos personajes en medio de las montañas. Y que iba a expresar todo lo que las protagonistas eran incapaces de transmitir con palabras. Pero claro, no te puedes imaginar que la tierra literalmente se va a abrir. Porque como metáfora ya estaba, que ellas en algún momento tenían que experimentar una catarsis, expresar todo lo que habían reprimido durante mucho tiempo para poder perdonarse. Tenía muy claro que, al final, se tenían que perdonar. Era lo más ético tras todo este proceso tan doloroso de hacer terapias juntas a través de la puesta en escena del cine. Yo estaba jugando con unas claves de cine gótico, telúrico, pero tenía que haber algo de esperanza. El final tenía que ser luminoso. Más allá del volcán o de quién se queda las tierras, lo que importa es que se tienen las tres, las unas a las otras. 

En la presentación en el D’A Film Festival, Carlos Losilla hablaba de La hojarasca como de un film que suponía también una cierta culminación de un cine canario. ¿Te identificas con esta idea?

No sé si hablaría de culminación. Pero sin duda formo parte de un grupo de cineastas que nos hemos empeñado en regresar a las islas y hacer cine desde ahí, cada uno con su sensibilidad. No somos ni una escuela ni un movimiento. Pero creo que compartimos este gesto político que tiene que ver con hacer cine desde la periferia y sobre lo periférico. Estamos cada cual a su manera descolonizando una mirada, un tipo de mirada sobre nuestro propio territorio, sobre nuestra idiosincrasia. Samuel (M. Delgado) y Elena (Girón), David Pantaleón, Víctor Moreno… cada cual trabajando con la tierra desde distintas maneras, porque estamos creando cada cual nuestra propia mitología. 

De hecho, desde el arranque de la película se remite a una idea de mito, de fábula. 

Sí, pero esa leyenda inicial es verdadera. Eso es lo más documental de la película, la historia de que una de las huertas de mi familia fue regalada por un cochino. Así me lo han contado en mi familia, y eso es lo importante. Cuando preguntaba a mi familia sobre muchas cosas que sucedían ahí, la historia no les interesaba para nada, me hablaban con más naturalidad de otros temas como las brujas y las ánimas. El origen de las culturas viene de ahí, de ese vínculo con el territorio, con los dioses en la naturaleza, algo que parece muy lejano pero no lo es tanto. Mi madre tiene setenta y pocos años. Es algo que permanece todavía en muchos lugares de España.

Tu película me recordó mucho a un libro reciente, Te di ojos y miraste las tinieblas, de Irene Solà, en que también se plasma lo rural desde el punto de vista de diferentes generaciones de mujeres diluyendo las fronteras entre lo real y el fantástico.

No es cuestión de generalizar, pero muchas mujeres estamos queriendo regresar al origen que está en el campo, conectar con esas cosas. Y se me ocurre que ese deseo de conectar con lo periférico tiene que ver con eso que nos ha definido como mujeres. No hemos estado en el centro de la historia, hemos estado a un lado. Y me parece muy bonita esa idea de regresar a lo periférico para hacerlo centro.

Habías rodado cortos como Quemar las naves (2018), El mar inmóvil (2017), El imperio de la luz (2016) o Geometría del invierno (2006). ¿Hasta qué punto es complicado el salto al largo?

Como el proceso de hacer esta película ha sido tan largo, los cortos me han ayudado a explorar elementos que tenían que ver con La hojarasca. Como la voz en off en primera persona, la relación con el territorio y las tensiones que se generan con la gente que vive allí, el trabajo con personajes reales desde lo documental, las cuestiones ligadas al fantástico, lo telúrico, la fábula…  

Pero claro que es difícil levantar un largo. Yo creo que la palabra largometraje no se debe tanto a la duración de la película como al largo viaje que supone levantarla. Es un proceso muy largo y duro que requiere mucha paciencia. Pero no me faltaban paciencia ni ganas. Porque este proyecto tiene mucho de visceral, tenía una necesidad muy fuerte de perdonar cosas, cosas que en realidad no entiendo de mí misma. Se trataba de hacer un poco de terapia. Yo digo siempre que he querido hacer psicomagia con una película. Cuando estás ahí metida con esos demonios en medio del rodaje, te preguntas: “¿Pero quién me ha mandado a hacer esto?”. Yo no soy ninguna directora, yo estoy queriendo ser una chamana. Despertar a esos espíritus familiares. Y eso es muy complejo. Pero hemos salido bien parados, y estoy muy contenta de todo el proceso y el resultado.

Y, después de La hojarasca, ¿tienes algún nuevo proyecto en marcha?

Sí, estoy escribiendo un nuevo proyecto y quiero seguir trabajando con las huertas de mi familia, quiero seguir indagando en los orígenes desde un lugar más de ficción, quiero contar la historia de mi abuela y de mi bisabuela, ir tirando del hilo de esos personajes femeninos, de dónde vienen ellas y de dónde vengo yo. Y ver hasta dónde me lleva eso.

DIRECTORAS ENTREVISTA Macu Machín

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