Festival de Sitges — Maternar, desgarrar y castigar: crónica de la 57.ª edición
Esta 57.ª edición del Festival de Sitges reúne múltiples visiones femeninas sobre las ansiedades, las problemáticas y los tormentos que asolan a las mujeres desde el pasado hasta la época contemporánea. Abordando el horror de la carne, las transmutaciones del cuerpo y las secuelas emocionales, las directoras y guionistas confeccionan relatos en torno a los temores intrínsecos a la socialización como mujer.
Elisabeth Sparkle, frustrada y a contrarreloj, estudia obsesivamente sus facciones en el espejo. En un arranque desesperado, golpea su reflejo mientras con las manos sangrientas intenta arrancarse el rostro. El body horror de Coralie Fargeat explota la dismorfia irreal de un cuerpo que, a través del agresivo desgarro de la carne, saca a la luz una versión pulida y fina de sí misma. Como Demi Moore en la cinta ultraviolenta francesa La sustancia, Amy Adams encarna en la Canina de Marielle Heller los horrores de la contención obligada del cuerpo. Una hallmark movie adapta la prosa de Rachel Yoder y plantea la mutación como la única vía de escape del rol de madre y esposa. Lo salvaje se deduce por un tímido horror corporal reducido a la aparición de unos gruesos pelos blancos en la parte baja de la espalda, unos colmillos ligeramente más afilados y un olfato sensible a los olores del entorno. La madre (la ausencia de nombre propio apela a la universalidad de este rol) se sumerge en una transformación licántropa, lo más alejada posible de las obligaciones maternas, conyugales y sociales. Sumida en la convención, la conclusión discursiva se tuerce hacia un realismo mágico civilizado en una suerte de happy ending. Los comentarios puntuales que referencian un libre albedrío aprisionado por el nacimiento del niño y la incompetencia del marido arañan la superficie de una problemática femenina sistemática, pero caen en un análisis político insustancial y liviano.
En el manido territorio de las precuelas, Natalie Erika James abandona la sombría identidad visual y la temática familiar de Relic para encarnar en Julia Garner a la vecina de Mia Farrow que, como la cinta, se mantiene al margen de la paranoica maternidad de La semilla del diablo. La cineasta conjura un relato psicológico en torno a la ambición mientras las estancias del Edificio Dakota son capturadas por una cámara perezosa que tiñe de un tono amarillento el plano y construye un relato paródico que castiga a Terry, silente y maniquea ante los rastros de una fuerza diabólica. Lo oculto escapa del continente americano en el largometraje de la irlandesa Aislinn Clarke. Fréwaka abre con la promesa de una identidad visual acorde al folklore irlandés y al tormento de una mujer condenada por el anillo que aprisiona su dedo anular. Un ánimo evidente de actualizar la cuestión de la salud mental transporta el relato al presente, con la introducción de Shoo, enfermera de cuidados paliativos para una anciana atormentada por el trauma. La cinta esconde todo el horror tras una puerta roja, sólo abierta para castigar, mientras los sonidos elevados convierten este sucedáneo de terror elevado en una cinta dependiente del desgastado jumpscare. De nuevo, Shannon Tripplet abre su Desert Road con las ansiedades de la mujer (sin nombre, recurso reiterado), envuelta en un road trip en solitario. La tensión ante las interacciones con el lascivo dependiente de la gasolinera evidencia el temor generado por la soledad, por la vulnerabilidad ante la presencia violenta masculina. El tiempo y el espacio se fracturan y desdoblan en una suerte de día de la marmota que respira en los silencios en la noche desértica y se ahoga con las melodías sentimentales que acompañan a la desaparición de la joven.
Alzándose justamente con el galardón al mejor largometraje de la sección oficial, El baño del diablo de Severin Fiala y Veronika Franz construye un relato lóbrego y observacional sobre la estigmatización católica del suicidio en la Austria del siglo XVIII. Este folk horror silencioso únicamente superpone a sus imágenes la música popular austriaca durante la primera y la última secuencia de su metraje. La luminosa boda de Agnes se vincula a su festiva ejecución, mientras que su propio canto, ecos de la Björk de Bailando en la oscuridad, inunda la escena. El horror se construye desde la cotidianidad, alejado de cualquier abuso físico evidente, mientras su marido rehúye su mirada y la coloca de espaldas para mantener relaciones o su suegra monitorea y corrige cada tarea que la mujer realiza en el hogar. El deterioro mental de Agnes, un documento histórico ficcionalizado de una problemática tan contemporánea como la depresión, choca con un profundo sentimiento religioso que promete el eterno castigo a todo aquel que se quite la vida. Con una secuencia de varios minutos en la que Agnes espera en el calabozo mientras suplica perdón al cielo, consciente de las atrocidades cometidas, Fiala y Franz fabrican desde los códigos del género una denuncia en torno a la asfixia sistemática hacia las mujeres, a la enajenación mental provocada por una férrea educación religiosa y a los horrores de un estado mental maltratado y capaz de asesinar para lograr la paz de la ejecución pública.