L'Alternativa — Un archivo oscilante
La identidad y el archivo en cinco miradas feministas.
El archivo familiar se ha erigido como un espacio fértil para cuestionar y resignificar los relatos de identidad, las cineastas están llevando una exploración del archivo dando un paso más allá. En el marco del Festival de Cine L’Alternativa, cinco películas recientes (Une vie comme une autre (2022) de Faustine Cros, Soc filla de ma mare (2023) de Laura García Pérez, Una sombra oscilante de Celeste Rojas Mugica, Las novias del sur de Elena López Riera y Filmei paxaros voando de Zeltia Outeriño González) abordan, desde una perspectiva feminista, los vínculos entre el pasado y el presente, desenterrando silencios familiares, resignificando ausencias y creando un nuevo espacio de representación, particularmente de la figura materna.
Estas obras no se limitan a documentar recuerdos; su propuesta va más allá, y transforman el archivo en un espacio activo de intervención crítica. Mediante la revisión de material familiar y estrategias performativas, estas directoras ponen en tensión la narrativa de sus propios legados. Desde los gestos apenas captados en antiguas cintas de vídeo hasta las conversaciones pausadas sobre lo que no fue filmado, cada una de estas películas abre una puerta hacia los conflictos y silencios de lo íntimo. Con estilos y sensibilidades propias, todas ellas convergen en una revisión del archivo como lugar de resistencia y subversión, donde se redefine la identidad familiar y se recuperan las historias que han quedado fuera de foco.
¿Qué aportan estas cineastas que abordan el archivo familiar? Sus estrategias se alinean con una genealogía feminista existente dentro del género documental que explora la autobiografía. Entre las pioneras referentes sobresalen Joyce Chopra y Claudia Weill con Joyce at 34 (1973) y Amalie Rotshschild con Nana, Mom and Me (1974). Pero es Daughter Rite (1978) de la cineasta y teórica Michelle Citron la que supondrá un punto de inflexión. La directora interroga las formas documentales que construyen el propio film: combina la home movie familiar, hasta entonces usada como espacio meramente observacional, testigo del pasado, con entrevistas a sus hermanas y su relato en off de lo que vivieron, lejos de las imágenes idílicas de su archivo. Daughter Rite cuestiona el espacio familiar y lo convierte en un terreno político porque recoge la reacción contra el modelo femenino patriarcal destilado y transmitido a través de la figura materna. Como observa Citron, esas películas domésticas “perpetuaban las ficciones que necesitábamos creer sobre nosotros mismos”, sugiriendo ya la dimensión performativa del archivo familiar, que certifica la realidad y a la vez la construye.
Un’ora sola ti vorrei (2002), de Alina Marazzi, se articula sobre esa tensión al combinar las imágenes que su padre y abuelo filmaron de su madre con las cartas e informes psiquiátricos donde gradualmente se relata la enfermedad y el posterior suicidio. La directora reedita material filmado y fotográfico que revela el mundo emocional de su progenitora, a la que no llegó a conocer. Esta recuperación de una narrativa borrada ejemplifica cómo los archivos familiares pueden ocultar tensiones profundas, a menudo moldeadas por valores patriarcales y roles de género, sobre todo porque suele ser el padre quien maneja la cámara.
Cuando las directoras se embarcan en la tarea de arqueología familiar a menudo surge la urgencia de regresar al arcón que atesora vestigios de los instantes fundacionales de la familia. El denominado “mal de archivo” formulado por Jacques Derrida, responde al deseo de desenterrar historias que fueron omitidas, pero también nace de las preguntas que se originan en el tránsito a la adultez. No es casual que tanto Amalie Rotshschild como Michelle Citron realizaran sus películas al cumplir la misma edad en la que sus madres las tuvieron, justo cuando el reflejo de lo que vivieron en sus familias resuena en ellas.
Para explorar la narrativa familiar, se impone un remontaje del material de archivo y al abordarlo se dialoga entre diferentes herramientas. Como explica Mireia Iniesta al analizar el trabajo de Carolina Astudillo, una de ellas es la degradación plástica del material original. Esta deformación permite al espectador reajustar su mirada ante las imágenes para dotarlas de una nueva lectura, esta vez feminista. Como remarca Iniesta, esta práctica permite construir una imagen que nombra lo no representable. Es el caso de la secuencia de Ainoa, yo no soy esa (2018) donde Astudillo representa su ambivalencia ante la maternidad y su decisión de abortar mediante las imágenes de la infancia de su protagonista, en las que la incomodidad de la madre durante la gestación se hace visible con un gesto a cámara.
La manipulación del archivo en el proceso de edición está presente en cineastas nacidas entre finales de los años ochenta y principios de los noventa, como Laura García Pérez. Su documental Soc filla de ma mare comienza con su intención de reconectar con su padre, de quien no tuvo noticias después del divorcio. Durante esta búsqueda, la directora descubre vídeos de su infancia, grabados por su madre para documentar su crecimiento mientras él trabajaba en el extranjero. En una secuencia donde la vemos junto a su padre en la piscina, García Pérez habla con su madre sobre la ausencia paterna: “¿Crees que se acordará de mí?”, pregunta. La imagen del padre sumergiéndose se ralentiza y se invierte, transformándolo en una presencia espectral bajo el agua. Aquí, la distorsión del archivo revela una realidad emocional de pérdida y ausencia. Por el contrario, Faustine Cros adopta otra estrategia. Une vie comme une autre revisita las cintas de vídeo de su padre después del intento de suicidio de su madre en 2015. Cros selecciona cuidadosamente momentos en los que la tensión subyacente se hace visible en escenas cotidianas, donde su madre llega a verbalizar su opresión al vivir dedicada a la crianza y al cuidado familiar. A diferencia de García Pérez, Cros no necesita distorsionar las imágenes: la intensidad emocional está ya presente en el archivo y se puede confrontar directamente. Estas diferencias reflejan cómo cada directora adapta el montaje según las necesidades y ausencias propias de su material de archivo.
Otro elemento muy presente tanto en Une vie comme une autre como en Soc filla de ma mare y es un marcado juego performativo entre las directoras y su familia. Ambas combinan imágenes de archivo con filmaciones actuales y, al hacerlo, crean un dispositivo de filmación que evoca las imágenes familiares originales. En primer lugar, esta dinámica responde al contexto tecnológico de su generación, marcado por el auge de las videocámaras que democratizaron la documentación de lo cotidiano. Esto explica no sólo la abundancia de metraje con el que trabajan, sino también su temprana conciencia sobre el valor de la imagen. La presencia de estos dispositivos activa un aspecto performativo en la captura de la vida: ya no se trata únicamente de documentar momentos, sino de construir identidades a través de la filmación. Así, las imágenes dejan de ser simples documentos observacionales que requieren intervención para ser reinterpretados; ahora se abordan conscientemente como representaciones construidas, donde las identidades familiares se pueden reescenificar para resignificarse en el presente. De ahí que Cros aparezca en un espejo con su propia cámara, después de filmar a su padre mostrando la cámara que usó durante su infancia. Ahora es ella quien filma y subvierte la mirada patriarcal, renegociando las imágenes del archivo, no sólo al editarlas, sino al regresar a ellas filmando de nuevo.
En segundo lugar, este juego performativo explicita la negociación que ocurre entre los protagonistas de las imágenes y las cineastas en su proceso de filmación y edición. Para quienes trabajan con archivos familiares e íntimos, la motivación suele responder a la necesidad de reparar una ausencia o comprender una tensión latente en el archivo. En Filmei paxaros voando, Zeltia Outeriño se enfrenta a su propio desarraigo. La directora parte de dos figuras: su tío paterno, un artesano textil gay con el que se identifica y que está presente en imágenes públicas y familiares; y su madre, con quien expresa dificultades para relacionarse afectivamente desde el inicio del film. A partir de esta paradoja, la película se adentra en las raíces de Outeriño. No es de extrañar que pida a su madre que hagan la película juntas, a lo que responde: “Si al verla veo que puede ayudar a alguien, diré que sí”. Esta respuesta condiciona la película a tener una utilidad. El proceso de filmación, entonces, se convierte en una forma de regenerar el vínculo de la directora con su familia, donde el archivo se inserta desde el presente. Este retorno al hogar evoca el pasado (cumpleaños, reuniones familiares), mostrando que, a pesar del distanciamiento, los lazos nunca se rompieron del todo. La combinación del archivo y el presente construye un espacio crítico donde se amplifican las fracturas latentes y se reivindica otra imagen, una que transforma el desarraigo de la directora en, literalmente, «pájaros volando”. Las películas de Zeltia Outeriño, Faustine Cros y Laura García Pérez no sólo redefinen las narrativas familiares, sino que también reconfiguran su propia identidad como mujeres adultas.
Estas dinámicas que abordan el plano íntimo e identitario se traducen en un relato donde resuena lo colectivo, que también puede trasladarse a un abordaje de la construcción de la historia a través de las imágenes. De esta forma en Las novias del sur Elena López Riera se acerca a los relatos de mujeres maduras que hablan de su relación con la sexualidad y el amor. La directora parte del rito clave en la narrativa impuesta por el amor romántico: la boda, y en particular de la figura arquetípica de la novia. López Riera se interroga ante las fotos de la boda de su propia madre. Desde su posición actual, dialoga con la imagen de una mujer de otra época, siendo ella mayor que la novia que vemos. Nace ahí el deseo de entender la verdad sobre lo representado, que se manifiesta en los testimonios de otras mujeres que hablan con sinceridad sobre su experiencia. Mediante estos relatos López Riera configura una historia oral de la sexualidad de las mujeres españolas durante y tras el franquismo. Los testimonios chocan con las imágenes de estas novias, que nos provocan una marcada sensación de extrañamiento; porque otra vez, la desconexión entre representación y realidad necesita ser subsanada. No hay imágenes de la insatisfacción o la dicha real de estas mujeres; esos matices sólo pueden intuirse en las huellas que se acercan a lo visible, en los destellos que la directora edita e interroga.
En este sentido, Una sombra oscilante de Celeste Rojas Mugica va un paso más allá. La directora se encierra junto a su padre en el laboratorio fotográfico para regresar a las imágenes de Chile de Pinochet de los años ochenta. Él era fotógrafo, pero también opositor al régimen. Su vida pivotaba entre tomar fotos del presente y hacerse invisible, entre luz y sombra: “El ejercicio consistía, y consiste todavía, en cerrar los ojos e imaginar un lugar”. Esta será la dinámica que vertebre la película: considerar la imagen no desde el punto de vista del objeto visible, sino desde la facultad de la imaginación. La película deviene una cámara oscura, donde el revelado ya no es una operación técnica y solitaria, sino un proceso poético y político de imaginación a dúo. Revelar la imagen es describirla no para agotar su sentido, sino para descubrir en ella las zonas de sombra, de incertidumbre, y por tanto de potencia. Revelar es prolongar la imagen mediante la palabra, pero también crearla desde sus zonas borrosas que anticipan y proyectan el futuro soñado. Porque el archivo contiene, anhelante, desde sus sombras, la imagen que será.