FICX — 62a edición: Fronteras entre lo real y lo imaginado
El Festival Internacional de Cine de Gijón vuelve a apostar por la diversidad en su 62.ª edición, que tuvo lugar del 15 al 23 de noviembre, donde destacó la presencia transversal de visiones femeninas originales y disruptoras. Repasamos aquí algunas de ellas.
Hace ya bastante tiempo que la separación entre ficción y no ficción parece ser un asunto caduco. Cada vez son menos los festivales de cine que dividen sus secciones siguiendo estos parámetros, y en los que se mantiene tal criterio resulta más y más evidente la irrupción de un lenguaje dentro del otro, dando lugar a un espectro amplio y lleno de grises, que ofrece más preguntas que respuestas. Esta pulsión palpable de ruptura, propia del cine de autor actual, se hizo presente en la programación del 62.º Festival Internacional de Cine de Gijón-FICX y, en concreto, se vio reflejada en la obra de mujeres cineastas que cuestionan las fronteras entre lo real y lo imaginado, y proponen vías alternativas desde diferentes frentes. Esto se hace cierto desde el gesto de arrancar el festival con ¡Gloria!, de Margherita Vicario, un film que trabaja con la ficción para encontrar los relatos perdidos de mujeres compositoras a través de un género como el musical camp. Un juego consciente entre realidad y fantasía que, lejos de ser perfecto, permite pensar en “otras” formas de escribir y pensar la Historia: aquella predominantemente masculina y que se ha asumido en el pasado como única verdad.
En el extremo del espectro más cercano a lo documental, dicho juego se replica respecto a la ineludible y cada vez más compleja relación entre el ser humano y la tecnología. Real, de la italiana Adele Tulli, es un mosaico de lenguajes visuales a través de los cuales interactuamos con el mundo virtual diariamente –desde las cámaras web hasta la realidad virtual–, reformulando el plano físico como lo conocemos y concibiendo una noción expandida de la identidad en la era digital. El concepto de las identidades glitch adquiere aquí un especial significado ligado a lo queer y, en general, a toda forma de existencia que se ubique fuera de lo normativo (véase el manifiesto del Feminismo Glitch, de Legacy Russell). Otro modo de entender y celebrar el glitch lo hallamos en Peaches Goes Bananas, de Marie Losier, que en esta ocasión recibió el premio CIMA al mejor largometraje dirigido por una mujer. La cineasta francesa (a quien el FICX dedicó una retrospectiva en 2011), conocida por su trabajo de reivindicación de iconos de la escena queer como Genesis P-Orridge, Lady Jaye o Felix Kubin, reúne en su más reciente trabajo metraje de 17 años en los que ha seguido a Peaches, irreverente reina del electro-punk. En un espíritu similar al de propuestas como Paris Is Burning (Jennie Livingston, 1990) o La belleza y el dolor (Laura Poitras, 2022), Losier ofrece un retrato completo de esta artista de lo weird, mostrando de manera paralela su pasado y su presente, dentro y fuera del escenario, y revelando de esa manera a la persona detrás de la personalidad.
Por su parte, en lo que podría ser el punto medio entre uno y otro extremo del espectro se hallan dos de las propuestas más interesantes del certamen. En el cortometraje La noche del minotauro, la directora colombiana Juliana Zuluaga Montoya encuentra en el folclore local una herramienta para explorar e imaginar su pasado familiar, convirtiendo los mitos y las leyendas que nos asustan de pequeñas en poderosos relatos sobre la feminidad. En un “pueblo hecho de pesadillas”, donde el bosque cantaba y los pájaros iban a morir, Zuluaga recupera la figura de su abuela, Luz Emilia García, precursora del cine porno en Colombia. Y, por medio de una obra construida a partir de fragmentos de metraje encontrado, consigue liberar los espíritus de su antepasada y las otras “mujeres de la noche” que le rodeaban. Otra figura taurina marca el punto de partida de una obra igualmente sencilla y profunda como Fogo do vento, premio especial del jurado FIPRESCI (Competición Internacional Retueyos). La ópera prima de Marta Mateus se presenta como una continuación de su aclamado trabajo en corto Farpões Baldios (2017). En ella continúa indagando en el contraste entre la construcción poética de la imagen y el retrato de la vida en el entorno rural de Portugal, evocando el encuentro entre los vivos y los muertos y formulando una crítica política desde la sensibilidad que otorga la ficción.
“Menos es más” podría ser la enseñanza de las obras de Zuluaga y Mateus que con tan solo unos cuantos elementos formales y discursivos logran transmitir más de lo que intenta un título como What Mary Didn’t Know, de Konstantina Kotzamani. Una especie de coming of age que busca narrar la experiencia del primer amor (y consecuente desamor) en una historia de matices fantásticos y que, al mismo tiempo, intenta formular una crítica social al turismo masivo, resultando en un cúmulo de ideas sin sentido ni razón. Caso contrario supone Good One, notable debut de India Donaldson en la escena del cine indie estadounidense, que sigue a una joven de 17 años en un viaje de camping que realiza con su padre y su amigo. La naturaleza sirve aquí como telón de fondo para un argumento aparentemente sencillo, pero a partir del cual Donaldson desarrolla personajes tan complejos como las relaciones que mantienen entre sí.
Si hablamos de complejidad en las relaciones humanas, resulta más que apropiado acabar con La prisonnière de Bordeaux, donde, a través de la inesperada amistad entre dos mujeres de diferente personalidad y realidad, Patricia Mazuy aborda temas de clase, raza y edad desde la autoconciencia, trascendiendo las narrativas simplistas en las que muchas veces recaen este tipo de dramas. Isabelle Huppert y Hafsia Herzi se encargan de dar vida a dos mujeres cuya condición de vida se ha visto determinada por las acciones de sus maridos, reos en la misma prisión. Pero, además de proponer dicho cuestionamiento de manera exitosa, el film de Mazuy apela a su vez a una tradición cinematográfica cimentada en un juego de miradas que será central en todo el metraje. El travelling inicial en la floristería, seguido de los planos de Huppert en medio de su mansión burguesa, recuerda a dos obras que a su vez están conectadas entre sí: por supuesto, Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) pero, sobre todo, La cautiva (Chantal Akerman, 2000), cuyo eco es innegable en esta historia de una mujer prisionera en su propio hogar. Y como la Priscilla de Sofia Coppola, esta se libera cuando se va de allí conduciendo un camión cargado de pinturas: los regalos de su marido que la mantenían atada a él.