Cate Blanchett — En busca de la perfección
El Festival de San Sebastián otorga, en su 72.ª edición, uno de sus Premios Donostia a la actriz y productora australiana Cate Blanchett. Repasamos la trayectoria de una de esas estrellas que marcan una época, y una actriz camaleónica, de técnica pluscuamperfecta.
En Acting in the Cinema, un texto canónico sobre la interpretación cinematográfica, James Naremore dedicaba uno de sus casos de estudio al análisis detallado de la actuación de Katharine Hepburn en Vivir para gozar, una screwball comedy que, como las mejores muestras del género (La fiera de mi niña, Las tres noches de Eva), parecía llegar directamente desde el futuro. No podremos saber nunca si Martin Scorsese había leído las dos primeras páginas que Naremore dedica a Katharine Hepburn antes de ofrecer a Cate Blanchett (Melbourne, 1969) interpretarla en El aviador, en un papel que la haría ganar su primer Óscar. Desde luego, leyendo la atenta descripción que hace el autor de Acting in the Cinema de la actriz de Historias de Philadelphia, resulta sencillo trazar una línea genealógica entre esta y Blanchett; una línea que conectaría a la actriz australiana, también, con algunas otras de las “descendientes” de Hepburn, entre las que Naremore incluye a Vanessa Redgrave o Jane Fonda. En el libro, Hepburn es descrita como una privilegiada “princesa Jamesiana” (por las heroínas de Henry James) de procedencia y modales aristocráticos. Una actriz de porte “patricio” cuyo nombre estuvo vinculado, a lo largo de los años treinta, a conceptos como altivez, privilegio, elegancia, inteligencia y emancipación femenina, y a papeles de jóvenes aristócratas o de clase alta a menudo tildadas de “malcriadas”. En la Norteamérica de los años treinta, la que sufría los efectos de la Gran Depresión, los personajes de Hepburn, que solían exhibir, sin pedir perdón a nadie, una combinación de autonomía femenina, privilegio económico y altura física e intelectual por encima de la de sus partenaires masculinos, resultaban antipáticos al gran público, por poco “ordinarios” y escasamente “terrenales”. Para Naremore, su técnica interpretativa “exacerbaba estas tensiones”, ya que su “ostentoso estilo de escuela de arte dramático” estaba demasiado ligado a la tradición teatral, considerada demasiado elitista o alejada del registro naturalista que se privilegiaba en la época.
Si confiamos en las genealogías como en un modo fértil de estudiar a las actrices, este largo preámbulo sobre Katherine Hepburn nos puede dar las pistas para estudiar la imagen estelar, y también la idiosincrasia actoral, de una de sus más directas “descendientes”, Cate Blanchett, la estrella femenina más icónica de las últimas tres décadas y una intérprete camaleónica, de técnica impecable, que no parece tenerle miedo a nada. Es muy posible que la osadía viniera incluida de fábrica ya que, tras graduarse en el National Institute of Dramatic Art de Sidney en 1992, una jovencísima Blanchett empezó en el teatro australiano enfrentándose a exigentes papeles femeninos en tragedias griegas, clásicos atemporales y provocadoras obras contemporáneas. Antes de cumplir 25 años, la actriz había interpretado, entre otros, el papel principal de Electra, de Sófocles, a Ofelia en Hamlet y a la protagonista de Oleanna, de David Mamet, estas dos últimas frente a Geoffrey Rush, con quien volvería a coincidir en Elizabeth, la película que la dio a conocer internacionalmente y le proporcionó su primera, de un total de ocho, nominación al Óscar. Su faceta como estrella cinematográfica global ha coexistido desde entonces, en continua retroalimentación, con su trayectoria como actriz de teatro. En su etapa como directora artística de la Sidney Theatre Company, cargo que compartió con su marido, el dramaturgo Andrew Upton, Blanchett encarnó a algunos de los personajes femeninos fundamentales del teatro moderno: Hedda Gabler en la obra teatral homónima de Ibsen, Yelena en Tío Vania, de Chéjov, o, principalmente, Blanche DuBois en Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, en un montaje dirigido por Liv Ullmann. Su encarnación de la decadente, patética e ilusa Southern Belle imaginada por Williams, que provocó elogios arrebatados en su estreno en Nueva York en 2009, podría ser la base sobre la que Woody Allen escribió el personaje central de Blue Jasmine (2013), una socialité venida a menos y con problemas de salud mental que le consiguió a Blanchett su segundo Óscar, esta vez como actriz principal.
Podríamos decir, pues, que, en parte por su bagaje formativo, Blanchett comparte con Hepburn ese “ostentoso estilo” interpretativo, propio de “escuela de arte dramático”, algo que explicaría el hecho de que sus interpretaciones estén casi siempre alejadas del naturalismo y construidas a partir de una tupida red de controlados manierismos que la convierten en la intérprete contemporánea que despliega, de forma más evidente, un preciso y complejo virtuosismo técnico que ella consigue que parezca apabullantemente sencillo. Como Hepburn, Blanchett se ha especializado también, a lo largo de su carrera, en encarnar versiones contemporáneas de privilegiadas “princesas Jamesianas”: encarnó a elegantes y espigadas jóvenes de clase alta en El talento de Mr. Ripley y Diario de un escándalo; a una poderosa y aristocrática elfa, Galadriel, en las trilogías de El señor de los anillos y El Hobbit; así como a sendas reinas: una real, la británica Elizabeth I, en Elizabeth y en Elizabeth: la edad dorada, y una soberana de la pantalla, Katharine Hepburn, en la ya mencionada El aviador.
El trayecto que va de Elizabeth a Carol puede explicar el modo en que Blanchett, de forma autoconsciente, y a partir de una muy cuidada selección de roles, ha retorcido y resquebrajado el arquetipo aristocrático y sofisticado al que parecía destinada en sus inicios. Las protagonistas de Carol, Blue Jasmine y la extraordinaria miniserie Mrs. America, de la que la intérprete es también productora, pertenecen, en apariencia, a dicho arquetipo: las tres son mujeres de clase alta, privilegiadas y hermosas, de aspecto y modales perfectos. Pero, en los tres casos, el trabajo interpretativo de Blanchett, apoyado en ese virtuosismo técnico y en esa intrincada red de manierismos de la que hablábamos previamente, parece dedicado exclusivamente a resquebrajar esa ilusión de perfección, a revelar, tras esa apariencia inmaculada, un inmenso tumulto interior. Ya sea a través de un hieratismo antinaturalista ―Carol y, en menor medida, Mrs. America―, o mediante una sinfonía desbordante de exceso gestual ―Blue Jasmine―, las mujeres de clase alta encarnadas en los últimos tiempos por Blanchett revelan lo que hay de performativo en esos espejismos de una feminidad pluscuamperfecta, y los secretos y deseos privados que se ocultan tras ellos. Deseos que se desbordan en escenas tan hermosas y carnales como la del encuentro sexual entre Blanchett y Rooney Mara en Carol ―y que explica, en gran medida, la jubilosa transformación de la actriz en icono queer―, o en la gestualidad neurótica y el murmullo incesante e ininteligible de Jasmine en el filme de Woody Allen.
Sería legítimo pensar que el control, equilibrio y rigor que impregnan su estilo interpretativo está contrarrestado o compensado por la osadía y el riesgo que caracterizan sus elecciones como actriz. Blanchett, de nuevo, se ha apoyado en su virtuosismo interpretativo para construir una carrera cinematográfica marcada por la maleabilidad, la mutación y la heterogeneidad. Si antes afirmábamos que la actriz ha encarnado versiones distintas de un determinado arquetipo para después dedicarse a cuestionarlo, es igual de cierto que dicho arquetipo convive con otros personajes absolutamente alejados del mismo. Un perfecto ejemplo de esto es el hecho de que en 2007 la intérprete estuviera nominada a dos Óscars (como mejor actriz de reparto y como actriz principal), por dos películas tan radicalmente distintas como I’m Not There (antibiopic de Todd Haynes en la que encarnaba una de las múltiples versiones de Bob Dylan, y por la que ganó su primera Copa Volpi en Venecia) y Elizabeth: la edad de oro. Blanchett es, a la vez, una actriz habitual del cine de autor ―ha colaborado con Todd Haynes, Wes Anderson, Terrence Malick, Guillermo del Toro, Sally Potter, David Fincher, Jim Jarmusch o Alejandro González Iñárritu―, y una estrella que eleva el nivel de los numerosos blockbusters en los que participa ―fue una alucinante villana en Thor: Ragnarok y una odiosa madrastra en Cenicienta―, pero también una productora comprometida que, a través de su compañía Dirty Films, promueve la diversidad y la inclusión de voces alternativas en la industria. Junto a su socia en Dirty Films, Coco Francini, ha impulsado un programa en la University of Southern California para apoyar financieramente los proyectos fílmicos de mujeres, personas trans y no binarias. Una de las últimas producciones de Dirty Films, Shayda, opera prima de la cineasta australianoiraní Noora Niasari, y ganadora del Premio del Público en Sundance, es tal vez el ejemplo más significativo del compromiso de Blanchett como productora.
En su faceta como intérprete, el mejor modo de apreciar su multiplicidad camaleónica es su trabajo en el muy singular proyecto artístico Manifesto. Concebido, a la vez, como una exposición y una película, el proyecto del artista alemán Julian Rosefeldt consta de trece piezas audiovisuales relacionadas entre sí en forma de collage, en las que Blanchett encarna a doce personas distintas ―un mendigo, una bróker, una científica, una madre beata…― mientras declama, en localizaciones diversas, fragmentos de algunos de los manifiestos artísticos más importantes del siglo XX. Blanchett encarna, en el sentido más literal del término, estos famosos textos en un ejercicio performativo que otorga la centralidad absoluta al gesto actoral y a la palabra. Una palabra manifestada a través de la voz imponente y rebosante de autoridad de Blanchett; una voz que la actriz modula a su antojo y que se ha convertido en uno de los signos más distintivos de su idiosincrasia actoral (tiene, de hecho, una extensa carrera como actriz de doblaje para filmes de animación, como la saga Cómo entrenar a tu dragón, Ponyo en el acantilado, la versión de acción real de El libro de la selva ―donde dio voz a la serpiente Kaa― o el Pinocho de Guillermo del Toro). En Tár, el controvertido y hostil filme que Todd Field construyó en torno al talento artístico pluscuamperfecto de Blanchett, cristaliza y se lleva al límite mucho de lo comentado hasta el momento. El control gestual, corporal y verbal de Blanchett, así como la intrincada red de manierismos que despliega para construir a su personaje, son de tal magnitud y precisión que la actriz desaparece, literalmente, detrás de Lydia Tár, en un ejercicio camaleónico de transformación actoral que no necesita de prótesis ni de efectistas estrategias de cambio físico. Sólo dos años antes del estreno en Venecia del filme, que le hizo ganar su segunda Copa Volpi, Blanchett había encarnado en la miniserie Mrs. America. a la conservadora política antifeminista Phyllis Schlafly, un personaje real aparentemente en las antípodas de la ficticia Lydia Tár. Tanto Phyllis como Lydia son dos personajes femeninos complejos, incómodos y contradictorios que permiten a Blanchett demostrar, de nuevo, su talento para evidenciar a través del gesto actoral aquello que se oculta bajo una fachada de aparente perfección femenina. No es extraño, por tanto, que Mrs. America se clausure con una imagen indeleble: la de Cate Blanchett, en una cocina, emulando a la Delphine Seyrig de Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles, de Chantal Akerman.