Delphine Seyrig — Actriz insumisa y videasta feminista
La Filmoteca de Catalunya acoge durante el mes de septiembre un ciclo dedicado a la actriz y videasta Delphine Seyrig con motivo de la exposición Precursoras: feminismos, cámara en mano y archivo al hombro. Repasamos la polifacética trayectoria de una creadora fundamental que se transformó de icono de la modernidad a imagen recurrente del cine de vanguardia feminista.
Cuando Delphine Seyrig (Beirut, 1932) falleció prematuramente en 1990, con sólo 58 años, apareció un artículo glosando su figura en la revista Cahiers du féminisme firmado por Syn Guérin, responsable entonces del Centre Audiovisuel Simone de Beauvoir. El artículo comentaba que, tras su fallecimiento, los medios habían rendido homenaje al “talento y belleza de la artista” dejando de lado su importante legado como “militante feminista que participó, con la cámara al hombro, en las manifestaciones de los años setenta”. Afortunadamente, la faceta de Seyrig como videasta y activista se ha visibilizado abundantemente en los últimos años, y esto ha permitido revisar también su fundamental legado como intérprete, llegando a la conclusión de que ambas facetas, la de actriz sofisticada y la de militante feminista, nunca fueron contrapuestas sino absolutamente complementarias. Su peculiar estilo actoral, sus arriesgadas elecciones como intérprete y sus obras en el seno del colectivo de vídeo feminista Les Insomouses constituyen expresiones distintas de un mismo compromiso político: el de una creadora polifacética interesada en reflexionar sobre el modo en que las mujeres habían sido representadas tradicionalmente en el audiovisual y en buscar, desde la práctica feminista, vías alternativas con las que representarse a sí misma y a sus iguales.
La académica Jacqueline Nacache establece similitudes entre Delphine Seyrig y otra estrella coetánea del cine francés: Jeanne Moureau. En ambos casos, se trata de actrices vinculadas a movimientos clave de la modernidad cinematográfica de los sesenta ―la nouvelle vague, en el caso de Moureau, el círculo artístico e intelectual de la Rive Gauche, en el de Seyrig― y en ambos casos son intérpretes que escapan, por edad y formación, al arquetipo juvenil de gamine del que Anna Karina o Jean Seberg serían ejemplos característicos. Como Moureau, y al contrario que Karina ―quien, como Jean-Pierre Léaud, encarnó esa presencia natural típica de los actores no profesionales que directores como Truffaut o Godard privilegiaban―, Seyrig era ya una intérprete con una sólida formación actoral y un largo recorrido en el teatro cuando Alain Resnais la vio sobre un escenario neoyorquino interpretando a Petra en la obra Un enemigo del pueblo, de Ibsen, y le ofreció ser la protagonista de su siguiente película, El año pasado en Marienbad (1961). Esta artista nómada ―como Chantal Akerman, con quien colaboró estrechamente y a quien unió una longeva amistad―, que decía ser de ninguna parte, pasó su infancia en Beirut rodeada del círculo intelectual y acomodado en el que se movían sus padres, Henri Seyrig, un prestigioso arqueólogo, y Hermine de Saussure, escritora, académica y pariente del lingüista Ferdinand de Saussure. Tras pasar un corto y fundamental período en EE.UU. cuando era adolescente, empezó a estudiar arte dramático en Francia a los 17 años. Desde los 20, y contratada por diversas compañías teatrales, giró por todo el país interpretando obras de Beaumarchais, Shakespeare, Wilde o Molière. Como se recogía en un perfil sobre ella recientemente publicado en Libération, resulta significativo que una intérprete comúnmente asociada a una imagen de distante sofisticación y a unos orígenes tildados de elitistas o aristocráticos, permaneciera fiel a lo largo de su vida a esa aventura colectiva, a ese trabajo en grupo (en troupe), que es el teatro; un bagaje de práctica artística colaborativa que, sin duda, resuena en su faceta como videasta y miembro fundacional del colectivo Les Insoumouses.
Tras un agridulce período en Nueva York en 1956, donde asistirá a clases en el famoso Actors Studio, participará en un puñado de montajes off-Broadway y aparecerá en Pull My Daisy, una inclasificable muestra de cine beatnik de la que no se sentía especialmente orgullosa, Seyrig vuelve en 1960 a Francia para rodar el que podríamos considerar su auténtico debut cinematográfico, la anteriormente mencionada El año pasado en Marienbad. Su fulgurante presencia en ese influyente filme, ganador del León de Oro en Venecia, marcó su imagen como estrella a partir de ese momento: la misteriosa y anónima desconocida que interpretaba una elegante mujer de clase alta, vestida, peinada y maquillada de forma impecable, capturada en sofisticadas poses inmóviles, fijó una suerte de “arquetipo Seyrig”. A lo largo de los años sesenta y setenta, Seyrig encarnó versiones ligeramente distintas del mismo, convirtiéndose en una estrella del cine d’auteur, tal y como le había sucedido a Jeanne Moureau. La actriz, de la que Nicole Brenez afirmó que poseía “porte de cariátide y rostro de Atenea”, interpretó a elegantes y hermosas mujeres burguesas o aristócratas en filmes de cineastas como François Truffaut (Besos robados, 1968), Luis Buñuel (El discreto encanto de la burguesía, 1972), Marguerite Duras (India Song, 1975), o el propio Resnais, con quien repitió en Muriel (1963). En muchos de ellos, el arquetipo de “gran dama” encarnado por Seyrig ―su porte aristocrático, su hierática elegancia― se revela como un artificio, una construcción que es posible gracias al riguroso trabajo actoral y gestual de la intérprete, que podríamos calificar de distanciado y ostentoso, alejado de todo atisbo de naturalismo. Son interpretaciones autoconscientes y, en cierto modo, “excesivas” (pese a su aparente contención) por parte de la actriz que, en ocasiones, se aproximan al comentario metacinematográfico ―como cuando, en Besos robados, el personaje interpretado por Jean-Pierre Léaud la define como “una aparición”, un calificativo vinculado a la imagen etérea, ultraterrena, de Seyrig desde Marienbad― y, en otras, directamente a la parodia. Este es el caso de la interpretación juguetona y conscientemente frívola de Seyrig como el hada de las Lilas en esa fantasía camp que es Piel de asno (1970), de Jacques Demy, pero también su encarnación de la glamurosa Condesa Báthory ―una suerte de canalización estrambótica de Marlene Dietrich― en el filme vampírico-lésbico El rojo en los labios (Harry Kümel, 1971).
Es por ello que no resulta sorprendente, aunque a primera vista lo parezca, que Chantal Akerman, que había conocido a Seyrig en 1973 en un festival de teatro, construyera Jeanne Dielman, 23, Quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), en torno a la intérprete. Akerman, en aquel entonces una joven cineasta experimental que estaba iniciando su carrera, había conseguido que Seyrig, una estrella ya asentada, aceptara protagonizar un guion que, finalmente, la cineasta reescribirá completamente pensando en ella. Seyrig, que estaba ya involucrada activamente en el movimiento feminista ―había firmado en 1971 el Manifiesto de las 343, junto a otras personalidades como Agnès Varda o Catherine Deneuve, y en 1972 había participado en las manifestaciones en apoyo a las acusadas del proceso de Bobigny, juzgadas por practicar un aborto―, había declarado en una entrevista en la radio su deseo de “hacer películas con mujeres, casi colectivamente”. A la vista de las sofisticadas y misteriosas mujeres burguesas que Seyrig había interpretado previamente, el personaje de Jeanne Dielman, una sumisa ama de casa a la que seguimos, a lo largo de tres días, en su rutina pautada y cotidiana ―empanar filetes, limpiar zapatos, prostituirse cada tarde―, iba claramente a la contra del arquetipo vinculado a la actriz, pero fue justamente este desencaje entre personaje e imagen estelar lo que resultó vital para el discurso político de este filme fundamental. La intuición de Akerman era acertada: si quería visibilizar unos gestos cotidianos, unas acciones diarias ―limpiar la vajilla, preparar café, pelar patatas― que, al estar fuertemente feminizados, habían sido eliminados de la representación cinematográfica, era necesario que al ama de casa protagonista la interpretara una actriz, una estrella, que el público admirara y que, por tanto, ayudara a hacer visible a un personaje habitualmente ausente del cine convencional. En Jeanne Dielman, Seyrig radicaliza su particular método interpretativo: el filme es una sucesión de gestos medidos, automatizados, un ballet mecánico de movimientos artificiosos en los que no hay ni atisbo de naturalidad. Es, de nuevo, una interpretación autoconsciente por parte de la actriz, un modo de evidenciar con el cuerpo, con el gesto, el carácter performativo que subyace en todo arquetipo femenino, ya sea el de la “gran dama” que había interpretado previamente, o el de este “ama de casa”. Como la propia intérprete afirmó en 1977: “Mientras me convertía en Jeanne Dielman, me di cuenta de lo fácil que era ser una mujer como ella. Todas las mujeres interpretan papeles, no sólo las actrices. Creo que esta es una experiencia que nunca antes se había mostrado”.
Tal vez por voluntad propia ―por ese deseo expreso de “hacer películas con mujeres” ―, por su implicación cada vez mayor en el colectivo de vídeo feminista Les Insoumouses, o porque desde Jeanne Dielman su imagen quedó ligada al cine de vanguardia, la filmografía de Seyrig experimenta un vuelco a mediados de los setenta. Desde ese momento, pasará de ser una estrella del cine d’auteur e imagen misma de la modernidad a rostro recurrente del más arriesgado contracine feminista. Su estilo actoral, distanciado y autoconsciente, encajará como un guante en la obra de cineastas que estaban buscando una forma cinematográfica radical contrapuesta a la hegemónica. Seyrig colaborará hasta en tres ocasiones con Ulrike Ottinger (Freak Orlando, de 1981, será la primera de sus películas juntas), pero también con Márta Mészáros en Útközben (1979), con Agnès Varda en Documenteur (1981) y, por supuesto, con Marguerite Duras en India Song (1975) y Baxter, Vera Baxter (1977). Chantal Akerman, a quien le unirá una amistad hasta su fallecimiento, repitió con ella en Letters Home (1986) y en el musical Golden Eighties (1981), en el que escribió para la actriz su más conmovedor rol de madurez.
Los años de vídeo
A mediados de los setenta, Seyrig y su amiga de la infancia, la traductora Iona Wieder, conocen a la videasta y militante Carole Roussopoulos y empiezan a producir vídeos bajo el nombre del colectivo Les Insoumuses. El juego de palabras entre “insumisas” y “musas” apelaba a la voluntad de Seyrig de exigir un papel relevante para las mujeres en la industria cinematográfica, más allá del convencional rol de “musas”. Los vídeos del colectivo se inscriben, tal y como se explica en el libreto de la exposición Precursoras: feminismos, cámara en mano y archivo al hombro, “en un contexto en el que las mujeres se apropiaban de las nuevas tecnologías de vídeo portátil, en un gesto de desobediencia y emancipación”. Así lo demuestra la cartela, escrita a mano ―el aspecto voluntariamente descuidado, a lo do-it-yourself, es esencial en los vídeos del colectivo―, que cierra una de sus obras más emblemáticas, Maso et Miso vont en bateau (1975). Este ejercicio paródico de apropiación de una vergonzante entrevista televisiva, en el programa Apostrophes, a Françoise Giroud, por entonces Secretaria de Estado de la Condición Femenina, se cierra con una conclusión que podría definirse como el leit motiv del colectivo: “Ninguna imagen de televisión puede ni quiere reflejarnos. Es a través del vídeo que podremos contar nuestra historia”. En 1982, Seyrig, Roussopoulos y Wieder fundan el Centre Audiovisuel Simone de Beauvoir, que se dedica, desde entonces, a la producción, archivo y difusión de obras de cineastas y colectivos feministas.
Seyrig cuenta su propia historia, o una historia compartida entre muchas de sus iguales, en la que podríamos considerar su obra magna o, al menos, su pieza más personal, Sois belle et tais-toi! (1981). En este documental grabado en Los Angeles y París entre 1975 y 1976, Seyrig entrevista a más de veinte actrices entre las que se cuentan estrellas norteamericanas como Jane Fonda, Ellen Burstyn, Maria Schneider (la actriz de El último tango en París, cuyo testimonio, a la luz de lo que más tarde se ha desvelado, es absolutamente demoledor) o Barbara Steele, y francesas como Juliette Berto o Anne Wiazemski. Seyrig enfrenta a todas a un cuestionario en el que les plantea preguntas sobre sus motivaciones para convertirse en actrices, si se sienten identificadas con los personajes femeninos que interpretan, sobre las relaciones con los directores y otros compañeros actores, y sobre las dificultades que las actrices de una determinada edad tienen a la hora de conseguir papeles. El filme, guiado por una Seyrig incisiva, cuya experiencia compartida con esas colegas de profesión le permite profundizar en un tema volviendo a preguntar si es preciso, constituye una obra absolutamente insólita que permite radiografiar la industria del cine en los años setenta y la posición subsidiaria que no sólo las actrices, sino las mujeres, en general, ocupaban en ella. La conclusión a la que prácticamente todas las participantes parecen llegar es una que, no por casualidad, sigue siendo un tema aún no resuelto: la necesidad de que haya más mujeres escribiendo y dirigiendo sus propias historias.
El colectivo de Les insoumouses le permite a Seyrig también seguir explorando esa performatividad ostentosa, autoconsciente, que caracterizaba su trabajo como actriz. SCUM Manifesto (1976) se sitúa, justamente, a medio camino entre el vídeo y la performance; en él, vemos, en un plano fijo, a Seyrig y Roussopoulos sentadas una frente a otra. La primera está recitando, con su particular dicción ―Marguerite Duras dijo una vez de ella que “habla como alguien que acaba de aprender francés y que experimenta un placer extremo, físico, al hablarlo”― el texto completo de SCUM Manifesto, de Valérie Solanas, mientras que la segunda está escribiendo a máquina lo que escucha. Para Nicole Brenez, este es uno de los “papeles más bellos” de la actriz, en el que resuena esa combinación de cualidades contradictorias que hacen de ella una intérprete única: “Delphine Seyrig lee con su voz melodiosa y pausada las frases incendiarias y crudas de Valérie Solanas. Restalla el principio Seyrig, es decir, la alianza imparable de la gracia aristocrática unida a la subversión radical”.