REPORTAJES

Maternidades disidentes

El abordaje de la cuestión de la maternidad en el cine siempre ha sido bastante homogéneo, además de transversal a todos los géneros. La idiosincrasia de la industria ha generado un número arrollador de voces masculinas interesadas en el tema en las dos últimas décadas. Casi todas estas películas han tenido como base el esencialismo biológico. A todas las mujeres se les presupone un instinto maternal abnegado o una carencia absoluta de este. Los matices son más bien escasos. Esto ha generado que la mayoría de las veces se imponga una categoría binaria, que separa a las madres entre buenas y malas, o mejor, entre convencionales y disidentes. Es frecuente que en una misma película los dos arquetipos se contrapongan y se desarrollen en paralelo.

Mireia Iniesta

Alrededor de 2015, el tabú de la maternidad empieza a quebrarse con la aparición de testimonios de madres arrepentidas. Orha Donat escribió un ensayo con ese nombre, Madres arrepentidas. La autora nos advierte de que la maternidad provoca la muerte de un yo social y da paso a un yo maternal. Por añadidura, la sociedad convierte un acto como la maternidad, que se produce en la esfera privada, en un acto público. E impone sus reglas. Sólo se puede ser madre de un modo determinado.

En los últimos años, en el cine independiente realizado por mujeres se ha puesto el acento en el deseo de no ser madre, a través del aborto o en representaciones disidentes de la maternidad que se resisten a asumir esa forma prefijada de ser madre que impone la sociedad.

Ida Lupino en Not Wanted habló de la huida hacia adelante de una joven madre soltera, abandonada por su amante a finales de los años cuarenta. Para la directora norteamericana, resultó fundamental usar la puesta en escena para dotar de plasticidad la angustia de la protagonista durante el parto, filmado de forma desenfocada, temblorosa y onírica. Además de subrayar la sororidad entre mujeres como respuesta al trauma de la protagonista, para lo que recurre a una reescritura feminista del juicio de Salomón.

Los procesos traumáticos del cuerpo de estas mujeres tendrán especial relevancia en la puesta en escena de estas películas. Así como el rol que ocupan en la sociedad y la interacción con otras (no) madres, tanto en experiencias como la crianza, el arrepentimiento e incluso el matricidio. En algunas ocasiones, la narración de estas películas establece una comparación entre dos tipos de (no) madres, no para condenar a la disidente, sino para facilitar su proceso de sanación.

En Nunca, casi nunca, a veces, siempre (Elisa Hittman), dos primas adolescentes, Autumn (Sidney Flaningan) y Skylar (Talia Ryder) dejan atrás su pueblo natal y viajan a Nueva York para que una de ellas pueda abortar sin consentimiento de su padre y madre. La cámara al hombro las acompañará siempre zozobrante, mientras deambulan por la ciudad, en lo que será toda una odisea. Tanto en esta como en otras películas, los planos dorsales de seguimiento y los primerísimos primeros planos de la protagonista serán frecuentes. En el momento del aborto, la cámara recorre con detenimiento el cuerpo de Autumn, una vez empieza el proceso. Se detiene un instante en su rostro para retratar el rictus de dolor, pasa de largo y vuelve a parar en seco en un plano detalle de la mano de Autumn entrelazada con la de una enfermera, antes de hacer el mismo movimiento en sentido opuesto. Esas manos entrelazadas son probablemente el plano más estático de la película y el testimonio mudo y solidario del acompañamiento a todo ese drama del cuerpo. Un recurso que volverá a repetirse cuando Skylar decida besarse con un chico en contra de su voluntad para poder conseguir el dinero del viaje de vuelta después del aborto. Será entonces cuando los meñiques de ambas jóvenes quedarán entrelazados en otro plano detalle que apunta a la importancia de la sororidad en los peores trances que puede llegar a atravesar el cuerpo femenino.

La necesidad de abortar también cobra forma en El acontecimiento (Audrey Diwan), basada en una novela de tintes autobiográficos de Annie Ernaux. Una joven estudiante, Anne (Anamaria Bartolome), descubre que está embarazada y recurre a todos los métodos posibles para poder abortar.  Como ya ocurría en el film de Hittman, la cámara de Diwan adopta una actitud entomológica, proliferan muchos planos dorsales de seguimiento, con una cámara al hombro de la protagonista. El temblor del dispositivo funciona como catalizador del conflicto interior de estas jóvenes. Las imágenes resultan en una fisicidad manifiesta, casi dolorosa. Desde la plasticidad del sudor en un primer plano tembloroso hasta el sonido del feto del bebé precipitándose por el inodoro. La directora francesa no duda en mostrar la unión entre el feto y la madre a través del cordón umbilical de la forma más explícita posible, reforzando la idea de lastre. La ayuda de una compañera de la residencia resultará capital a la hora de cortarlo. Las dos escenas, donde las manos de otra mujer vuelven a adquirir protagonismo decisivo, están más cerca de los códigos del cine de terror que del drama.

En el ámbito nacional, las directoras de la nueva ola han tratado ampliamente las maternidades disidentes, así como el aborto, la no maternidad o el arrepentimiento. O corno (Jaione Camborda), ambientada en la España franquista, habla de las vicisitudes de una comadrona (Janet Novás) de pueblo que practica abortos clandestinos y que se ve obligada a emigrar a Portugal tras la muerte de una adolescente a la que había ayudado a abortar.  La película se abre con un parto y se cierra con otro. Ambos tienen lugar fuera de campo. El primero se desarrolla en una secuencia de más de diez minutos. La cámara se acerca mucho al cuerpo y sobre todo al rostro de la parturienta que, aunque interactúa con varias personas, se mantiene en el centro de la imagen. Camborda la filma desde todos los ángulos posible. El camisón blanco, la piel sudorosa, la respiración entrecortada, unos jadeos que acaban culminando en el largo grito que inunda toda la pantalla y que nos hace partícipes del acontecimiento. Por contra, el parto que cierra la película, el de la protagonista, aunque es igual de plástico, sustituye el sonido natural y los jadeos por el tarareo de una canción de cuna que nos arrulla. Camborda quiere dejar constancia, a través de esta nana, de la importancia de la capacidad de elección de las mujeres. La mujer del primer parto responde a un arquetipo de madre tradicional y la del segundo, al de una madre soltera que desarrollará la crianza de su bebé junto con otra madre soltera. La familia tradicional versus la familia escogida.

Las buenas compañías (Sílvia Munt), recupera la memoria histórica de la militancia feminista, ejercida por las mujeres durante los primeros momentos de la transición. El aborto se omite y queda reemplazado por la espera de las mujeres que han cruzado la frontera para ayudar a abortar a una adolescente víctima de una violación. Se refuerza así el sentido del tejido asociativo feminista y de la sororidad.

El peso de la crianza y cómo afecta a las madres la muerte del yo social en favor de la aparición de un yo maternal se concreta en varios títulos como La hija oscura (Maggie Gyllenhaal), que presenta a Leda (Olivia Colman), una madre de mediana edad con un instinto maternal ambivalente que conoce a otra mucho más joven, Nina (Dakota Johnson), durante unas vacaciones. La estrategia narrativa de la película es confrontarlas a ambas. Nina está en plena crisis al no ser capaz de asumir su maternidad y Leda es asaltada por la culpa al sentir que no fue una buena madre en su juventud. El montaje cumple un rol imprescindible en este caso, ya que la manera de comparar a los dos arquetipos de madres es a través de los recuerdos de Leda. Cada vez que Leda ve a Nina en la playa con su hija rememora, mediante una serie de flashbacks, momentos de su juventud en los que fue incapaz de asumir su rol de madre y decidió abandonar a sus hijas durante tres años, a pesar de quererlas mucho. En un diálogo posterior entre las dos mujeres, Leda le dice a Nina que el malestar que siente no va a acabar nunca. Maggie Gyllenhaal apuesta por dar una visión continuista de ese arquetipo de madre arrepentida que sigue perpetuándose, por más que quieran a la descendencia y abracen su rol de madres.

Els encantats (Elena Trapé) pone sobre la mesa la dificultad de volver al yo social y a la vida privada desde el yo maternal de una mujer separada que pretende adaptarse a su nuevo estatus y reanudar su vida sexoafectiva. Irene (Laia Costa) decide pasar unos días con su nuevo amante en el pueblo donde ha ido a veranear desde su infancia. En medio de esa crisis de identidad, vuelven las errancias, los mitos y los lugares de su adolescencia. Para mostrar la escisión y la fractura del personaje, Trapé decide recurrir con gran elocuencia a los reencuadres y al motivo visual del espejo que multiplica literalmente la imagen de la protagonista por dos. Una vez identifica su herida interior, Irene se reconstruye bañándose desnuda en el río, en un nuevo y simbólico nacimiento.

Ama (Julia de Paz Solvas) dibuja a una madre soltera, arrepentida y sin recursos que lucha contra sus ansias de libertad, y prioriza su yo social. Es una de las películas que mejor ha desromantizado la maternidad. Pepa es una madre soltera incapaz de hacerse cargo de su hija. Cuando su compañera de piso la echa de casa, empieza una larga errancia con su hija en busca de un lugar donde dormir. De nuevo, tenemos la cámara al hombro, los planos de seguimiento, esta vez, cerrados; y muchos silencios. Pepa es otra madre en permanente huida. Durante unas horas, abandona literalmente a su hija. La directora recurre también en este caso al motivo visual del agua, esta vez en el mar. Si el cine había recurrido con frecuencia a este motivo visual para retratar el suicidio, estas directoras lo usan como medio para recomponer la fractura de sus personajes. Pepa, hija a su vez de una madre arrepentida, acaba aceptando su yo maternal.

El origen y la clase social condiciona la forma de ejercer la maternidad. Belén Funes plantea la carga de la crianza en soledad de una madre muy joven de clase trabajadora en La hija de un ladrón. Dentro de estos mismos parámetros se mueve La maternal (Pilar Palomero), que habla de los embarazos no deseados de adolescentes sin recursos, marcadas por el estigma de clase. Es una figura que da la sensación de estar constantemente en fuga. Da la espalda a sus responsabilidades como madre y aparece con frecuencia en planos dorsales. A pesar de todo, lo que más valor tiene de la película es la escena de no ficción en la que una serie de madres adolescentes reales dan testimonio de su experiencia. Palomero da más peso a la palabra real que al gesto interpretativo a fin de quitarle el estigma de clase a estas jóvenes madres.

El rechazo a la maternidad o el arrepentimiento es más profundo cuando las madres tienen carreras exitosas, en especial cuando sus profesiones están ligadas a actividades creativas. Es el caso de Ninjababy (Yngvild Sve Flikke). El conflicto de una joven ilustradora sin instinto maternal se basa en un diálogo entre su conciencia y su futuro bebé. La comedia se hibrida con la animación al presentar el dibujo animado de la criatura que tiene diálogos con su joven madre que lo último que desea es su nacimiento. Flikke decide presentar una figura paterna ejemplar, que pasa de ser un hombre irresponsable y promiscuo a aceptar todo el peso de la crianza y la paternidad en soledad. La película evita el drama y positiviza el cambio de roles tradicional. Recordemos que, en Titane, (Julia Ducornau), una película aparentemente transgresora, cuyo argumento gira en torno a una asesina en serie que se resiste a ser la madre de un bebé híbrido, engendrado con un coche, son numerosos los planos contrapicados y los planos aberrantes del vientre de la protagonista durante las secuencias en las que se golpea a sí misma con intención de provocarse un aborto. Durante su periplo, se cruzará en su camino un bombero de mediana edad, marcado por la pérdida de un hijo. A partir de este momento, los esfuerzos de Ducornau parecen centrarse en la deconstrucción de la masculinidad tóxica y en la restitución de la figura del padre, que se había desdibujado por el cine hasta casi desaparecer: la ausencia o ausencia intermitente de los hombres y la restauración de la corresponsabilidad paterna.

En su ensayo, Orha Donat también expone que Estados Unidos ha pasado del término housewife (ama de casa) a stay at home mom (madre que se queda en casa). Es el caso de la protagonista de Cinco lobitos (Alauda Ruiz de Azúa), que afronta las dificultades de la crianza con un padre que es un ausente intermitente, que le impide seguir desarrollando con normalidad su carrera profesional en todas las escenas en las que intenta compatibilizar su trabajo de traductora con la crianza. Amaia (Laia Costa) es un cuerpo que se mueve frenéticamente de un lado a otro, apareciendo y desapareciendo durante segundos del plano, con el llanto ensordecedor de su bebé de fondo. Los pocos elementos de la puesta en escena como el sofá, el ordenador o la mesa, la acorralan todavía más. La cámara la acompaña en su vagar frenético por el espacio doméstico. La visita a la casa de sus padres y sus conversaciones con su madre le hacen ver que como stay at home mom su vida profesional va a acabar siendo inviable.

Mamífera (Liliana Torres) trata del expreso deseo de no ser madre de Lola (María Rodríguez), una profesora y artista de collage. Esta vez la disputa se produce entre una mujer que está muy segura de no querer ser madre y el entorno social que la rodea, compuesto por muchas madres, incluida su hermana. El conflicto interno de la protagonista se basa, por un lado, en una interacción con ese entorno que no deja de cortocircuitar y que se expresa por cortes abruptos del montaje. Y por el otro, las transiciones a las recurrentes pesadillas que tiene, que adquieren forma de collages mediante los cuales cobran forma sus miedos. Como en el caso de Ninjababy, Lola se resiste a dejar su carrera y le expone a su pareja la injusticia de género a la que se ven sometidas las madres trabajadoras, mientras su compañero se aferra a un instinto paternal que él mismo desconocía hasta el momento. Algo parecido ocurrirá en Salve Maria (Mar Coll), sobre la que volveremos más adelante.

Después de convertirse en madre, la depresión postparto puede llevar al matricidio. Una mención especial merece la polémica Saint Omer. El pueblo contra Laurence Coly (Alice Diop) en la que se juzga un matricidio, fruto de una depresión posparto. La estrategia del filme pasa una vez más por establecer un diálogo mudo, forjado a base de miradas y de planos contra planos a partir de los interrogatorios entre la acusada, Laurence (Guslagie Malanda), y Rama (Kayije Kagame), una novelista embarazada de pocos meses que asiste al juicio. Como ya pasaba en La hija oscura, el montaje entre el momento presente y los flashbacks de la escritora que, en este caso, recuerda su desgraciada infancia son fundamentales para dar cuerpo a la comparación entre dos arquetipos distintos: una matricida y una futura madre aterrorizada de cometer los mismos errores que cometió su propia madre. El peso de la palabra vuelve a ser decisivo. A medida que avanza el relato de Laurence, Rama parece empatizar cada vez más con su sufrimiento. Por otra parte, cuando en su alegato final la fiscal dice que están ante la historia de una mujer fantasma, una mujer invisible que fue desapareciendo, una mujer a la que no veía nadie, fagocitada por su yo maternal, Alice Diop despliega toda su indulgencia con el personaje de Laurence Coly.

Salve Maria contiene ecos de las dos películas anteriores, ya que habla de una escritora arrepentida de su maternidad y de una matricida. Es una película episódica inspirada en la novela Las madres no de Katixa Agirre. El film se abre con un fundido en rojo y un subrayado musical que se inscribe en los códigos del cine de terror. Esta es la gran estrategia de Mar Coll: la hibridación de géneros cinematográficos, que oscila entre el drama, la comedia y el thriller. Siendo este último el que más protagonismo adquiere a medida que va avanzando el film. Maria (Laura Weissmahr) acaba de ser madre y siente que no es lo suficientemente buena con su bebé. La fisicidad de la película empieza por la propia percepción de Maria. Desde su propio cuerpo, cuya leche siente que enferma a su bebé, hasta su entorno: los sonidos domésticos se vuelven aterradores y adquieren un volumen intolerable desde la perspectiva de la madre protagonista. La idea de lo siniestro freudiano cobra forma en el ámbito doméstico con la irrupción de un cuervo, la rotura de una ventana o un subrayado musical, casi hitchcockiano, en el momento en que, haciendo un café, decide emprender un viaje sola para buscar a una matricida que se ha escondido en un pueblo de montaña y de la que las noticias hablan sin parar. Asistimos de nuevo a la crisis del yo social frente al yo maternal y a la necesidad de un diálogo, por más que pueda ser mudo, entre dos modelos de madres, para que una de ellas pueda sanar. Coll llega más lejos que sus predecesoras de ámbito nacional con su propuesta. Si bien Paula Ortiz también relata en La virgen roja un matricidio, lo hace cuando madre e hija ya son adultas. La directora catalana se caracteriza por amar genuinamente a sus personajes.

En todas estas películas, la (no) maternidad intenta dejar de ser un acto social para ser un acto personal, un lugar en el que encontrar refugio o una caricia redentora.

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