Crítica — Una bonita mañana: Paseo por el amor y la muerte

Resulta tentador comparar las últimas dos películas de la cineasta francesa Mia Hansen-Løve, sobre todo a partir de su contraste, de sus diferencias. Si La isla de Bergman destacaba por su condición de obra abierta, voluntariamente deslavazada, como si fuera el bosquejo de una futura película (o más bien de dos) en construcción, Una bonita mañana sorprende por su tono grave, abiertamente dramático, y por una estructura circular que clausura herméticamente el relato y que finaliza con una suerte de (frágil) happy end que resulta inusual en una cineasta afincada en la indeterminación y en una cierta ligereza narrativa como es Hansen-Løve. La autora de El porvenir ― en la que Isabelle Huppert encarnaba una versión ficcionada, y bastante libre, de su madre, la escritora y filósofa Laurence Hansen-Løve ― ha convertido su propia biografía en el punto de partida de muchas de sus películas, desde El padre de mis hijos a La isla de Bergman, pasando por la maravillosa Un amor de juventud, por lo que no es extraño que este nuevo filme constituya una nada velada rememoración de su padre, el reconocido profesor de filosofía Ole Hansen-Løve, fallecido prematuramente justo antes de la pandemia.

En Una bonita mañana, Léa Seydoux es Sandra, una joven madre viuda con una niña a su cargo que combina su actividad profesional como traductora con el cuidado de su padre (interpretado por Pascal Greggory, habitual de los filmes de Rohmer y, sobre todo, de Patrice Chéreau), que sufre una extraña enfermedad degenerativa que lo incapacita para valerse por sí mismo. En mitad de ese dolor, de las citas con médicos, asistentes sociales y de deprimentes visitas a residencias de ancianos, Sandra reconecta con Clément (Melvil Poupaud), un antiguo amigo, casado y con un hijo, con el que inicia un romance apasionado.